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     Los regímenes totalitarios:

E l      f a s c i s m o


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Concepto | Antecedentes: El proceso de la unificación italiana
Proceso previo al ascenso de Mussolini | Benito Mussolini
Ascenso de Mussolini al gobierno | El régimen fascista italiano (1922 - 1945)
Caracteres del régimen fascista | Política interna e internacional
del régimen fascista
| Proyección histórica del fascismo italiano
Reseña bibliográfica



Concepto.

Fascismo fue el nombre adoptado por el régimen político totalitario que se estableció en Italia a partir del nombramiento de Benito Mussolini como Primer Ministro, en 1922; y que se prolongó hasta 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, con la invasión de Italia por parte de las Fuerzas Aliadas.

Esa denominación proviene de la palabra latina “fasces”; que designa el conjunto de varas que portaban los lictores, funcionarios de la República Romana y luego del Imperio Romano que ejercían funciones policiales; del cual sobresalía un hacha, y que simbolizaba el poder del Estado de que estaban investidos.

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Antecedentes - Bosquejo histórico de la unificación italiana.

La constitución unificada del Estado nacional italiano, ocurrió de manera tardía respecto del resto de los Estados europeos. Habiendo sido Roma antigua — a partir de la República y luego con el Imperio — la cuna de la civilización jurídica y política de Europa Occidental, y asimismo principial centro de origen del Renacimiento postmedieval, a la salida del feudalismo la península italiana se encontró sujeta a sucesivas etapas de estructuración política que fragmentaron el gobierno de su territorio.

Convertida Roma en el centro geográfico de la Iglesia Católica Apostólica, fue asimismo el punto focal del dominio territorial eclesiástico de sus territorios aledaños, los Estados Pontificios. Por otra parte, sobre todo algunas ciudades del norte italiano — como Venecia, Génova, Florencia y otras — tuvieron durante la parte final de la Edad Media y principios del Renacimiento un importante desarrollo económico y político autónomo. Estas ciudades fueron centro de poder de sucesivos gobernantes; y hacia el final de la Edad Media luchaban constantemente por el predominio en el norte italiano, tanto entre sí como con los Estados Pontificios; dando lugar a una multitud de ducados, señorías y repúblicas casi siempre dominadas por familias poderosas, como los Medici y los Borgia.

Como resultado, a fines del Siglo XV — en momentos en que tanto en España como en Francia surgían monarquías firmemente asentadas en el poder — la división política de Italia había culminado en la existencia de cinco Estados, cuyos centros eran Venecia, Milán, Florencia, Roma y Nápoles, ninguno de los cuales tenía la capacidad de imponerse a los otros.

Durante el Siglo XVI, el norte de Italia fue escenario de continuas guerras en el marco de las contiendas dinásticas entre Francisco I de Francia y Carlos V de España, en las que se insertaban numerosas rivalidades familiares entre los propios italianos; lo cual llevó en definitiva a un amplio predominio español en casi todas las ciudades importantes y sus zonas de influencia.

Solamente lograron mantenerse independientes el Ducado de Saboya en el Piamonte — de donde surgiera la “casa de Saboya” como familia dinástica italiana — y la República de Venecia; en tanto que otras ciudades, como Génova bajo el gobierno de Andrea Doria, gozaron de cierta autonomía bajo el protectorado español, y Florencia y los Estados Pontificios atravesaban una época turbulenta bajo la influencia de la familia de los Borgia.

En el siglo XVII, la historia política italiana estuvo pautada por las contiendas entre las dinastías monárquicas europeas de los Borbones y los Habsburgo. En el año 1700, al fallecimiento del Rey Carlos II de España sin dejar hijos, fue reconocido como sucesor Felipe de Borbón, nieto del Rey Luis XVI de Francia; lo cual no fue aceptado por la dinastía austríaca de los Habsburgo.

Las guerras consiguientes — en que los Habsburgo tuvieron como aliados a Inglaterra y Holanda — envolvieron de inmediato el territorio italiano, de donde el Imperio Austríaco procuró desplazar a los Borbones franco-españoles. El Duque de Saboya, Víctor Manuel I, consideró oportuno aliarse con los austríacos a fin de eliminar el dominio Borbón que circundaba el Piamonte y obstaba a sus objetivos de expansión. La guerra terminó con la derrota de los Borbones, y el Tratado de Utrech de 1713, en el cual Víctor Manuel asumió el título de Rey, y recibió los territorios de Sicilia quedando Nápoles bajo el poder austríaco, aunque fueron desalojados de allí por los Borbones en 1734.

A pesar de la continuidad de las rivalidades dinásticas, la situación política en Italia se estabilizó relativamente luego de la Paz de Aquisgrán de 1748; a partir de la cual, aunque el territorio italiano siguió dividido entre varios estados, los respectivos gobiernos lograron cierta consolidación.


Producida la Revolución Francesa y las ulteriores campañas militares de Napoléon Bonaparte, gran parte del territorio italiano, aliado con el Imperio Austríaco, quedó bajo el dominio francés; hasta la derrota final del Imperio Napoleónico en la batalla de Waterloo. Una vez más el comienzo del ciclo histórico moderno, en este caso de Italia, tiene su punto de partida en los procesos cumplidos a partir del año 1815 y del Congreso de Viena.

Durante el trascurso de las guerras napoleónicas, gran parte del territorio italiano pasó alternativamente del dominio francés al dominio austríaco. En la batalla de Marengo, el 14 de junio de 1800, los ejércitos napoleónicos finalmente se impusieron. Los sucesos de la guerra tuvieron una enorme influencia en los Estados italianos; donde surgió un movimiento republicano fuertemente apoyado por los franceses.

A fines de 1801, en el Congreso de Lyon convocado por Napoléon, fue creada en Italia la República Cisalpina, regida por una Constitución muy similar a la de la República Francesa. Como su Presidente, fue elegido Napoléon Bonaparte; pero, cuando en 1804 éste se transformó en Emperador de los Franceses, asumió el título de Rey de Italia. Nuevas guerras sostenidas con el Imperio Austríaco llevaron a Napoléon a desalojarlos del territorio veneciano en 1805; a despojar de su trono al Rey de Nápoles poniendo en su lugar a su hermano José Bonaparte en 1806, y a declarar en 1809 extinguido el poder temporal del Papado, integrando los Estados Pontificios al Imperio Francés. De este modo, de hecho Italia quedó políticamente unificada bajo el dominio directo o indirecto de Napoléon; todo el norte y los Estados Pontificios como parte integrante de Francia.

Derrotado Napoléon, en el Congreso de Viena se determinó una nueva organización política del territorio italiano, siguiendo el criterio general de que debían restablecerse los gobiernos considerados legítimos y usurpados por la Revolución. Como consecuencia, el Véneto (la zona de influencia de Venecia) y la Lombardía, comprendiendo las ciudades de Milán, Venecia y Verona, y los antiguos ducados de Módena, Toscana y Parma, quedaron en poder de Austria; Génova pasó a integrar el Piamonte como parte del Reino de Cerdeña; se restablecieron los Estados Pontificios así como los Ducados de Módena, de Parma y de Toscana (Florencia); y la mitad sur de la península formó con la isla de Sicilia el Reino de las Dos Sicilias, centrado en Nápoles.


Aunque de breve duración, la dominación francesa produjo un enorme impacto en Italia. Además de haber establecido por primera vez una Constitución republicana, impuso la vigencia del Código Napoléon, el cual consagraba principios fundamentales en materia de Derecho Civil; estableciendo de tal manera los principios modernos del Derecho tanto público como privado. Había impuesto además, por primer vez, una Administración pública unificada y moderna que de hecho superó y eliminó las rivalidades pueblerinas, empujado la modernización económica mediante un gran impulso en las obras públicas.

Precisamente por constituir un dominio extranjero, en esas condiciones la población desarrolló un alto sentido de cohesión nacional suscitándose el sentimiento nacionalista italiano, al mismo tiempo que surgió un impulso de realización hacia el progreso en el plano económico. El quietismo casi feudal de los gobiernos dinásticos familiares de los ducados y los señoríos tradicionales, dejó su lugar al surgimiento de un impulso creador y empresarial que, en lo sucesivo, pasó a ser la característica del norte italiano.

En tales condiciones, la restauración de la división política impuesta por el Congreso de Viena resultó absolutamente indeseable para los integrantes más descatados de la sociedad italiana. Apareció entonces un fenómeno peculiar, el surgimiento de sociedades secretas cuyo elemento esencial era la aspiración a la unidad italiana, de las cuales la más importante fue la llamada secta de los carbonarios, que tuvo muchos integrantes entre los militares italianos.

Los militares nacionalistas que formaban parte del ejército del Reino de las Dos Sicilias, se alzaron en 1820 contra la autoridad absoluta del Rey Fernando de Borbón, quien tuvo que conceder una Constitución que establecía un Parlamento.

Pero los monarcas de Austria, Prusia y Rusia habían para entonces resuelto constituir la Santa Alianza, reuniendo fuerzas para asegurar la permanencia de las decisiones adoptadas en el Congreso de Viena, ante los impulsos constitucionalistas surgidos en numerosas partes de Europa; de modo que en el Congreso de Laibach se decidió proveer al Rey Fernando el auxilio militar necesario para extinguir la revolución napolitana. Un ejército austríaco derrotó a los revolucionarios en la batalla de Rieti, el 7 de marzo de 1821, y el día 23 restablecieron al Rey Fernando en el gobierno absoluto de su reino.

El 11 de marzo, ignorando lo ocurrido en Rieti, otro alzamiento estalló en el Piamonte, donde fue izada la bandera italiana tricolor en Alejandría y dos días más tarde en Turín. Pero ante el triunfo austríaco en Nápoles los constitucionalistas piamonteses quedaron aislados, fueron derrotados por las tropas realistas, y debieron huir del país.

De todos modos, el impulso constitucionalista y unificador de Italia no se redujo. En París se había establecido un Comité constitucionalista; con el cual numerosos italianos hicieron contacto y organizaron levantamientos en los Ducados de Módena y Parma. En los Estados Pontificios, se constituyó en Bolonia un congreso de diputados que el 26 de febrero de 1831 declararon decaído el poder del Papa y constituyeron una federación de las provincias italianas. Nuevamente las tropas austríacas restablecieron en su gobierno a los duques de Módena y Parma, y en la batalla de Rímini derrotaron a los constitucionalistas bolonienses.

Entre los constitucionalistas nacionalistas italianos, se destacó prontamente Guiseppe Mazzini, quien refugiado en Marsella fundó una nueva sociedad secreta, llamada Italia Joven; e inició una campaña de propaganda, editando un periódico del mismo nombre, que logró penetrar en toda Italia. Las insurrecciones continuaron surgiendo en diversos estados italianos; lo que, siguiendo el ejemplo del nuevo Papa Pío IX, llevó a que en varios de ellos se introdujeran algunas reformas liberalizadoras. La popularidad que logró el Papa fue muy amplia; pero ello originó nuevos enfrentamientos en el Reino de las Dos Sicilias, cuyo Rey Fernando II persistía en un completo absolutismo. La agitación política cundió por toda Italia, afectando al Piamonte, la Lombardía, la Toscana y finalmente al Véneto donde el 22 de marzo de 1848 se proclamó la república en la Plaza de San Marcos de Venecia.

La situación se transformó rapidamente en una guerra italiana contra los austríacos. Aunque a disgusto, los gobernantes de los Ducados, el Papa y hasta el Rey de Nápoles, terminaron aportando fuerzas al Ejército del Piamonte, trabados con los austríacos en la guerra de 1848 por el dominio de los territorios venecianos. La guerra se prolongó en 1849 — luego de un breve armisticio tras el cual los piamonteses parcialmente derrotados volvieron al ataque. En los Estados Pontificios, tras la huída del Papa, se había proclamado la República el 6 de febrero de 1849, instalándose en el gobierno un triunvirato dominado por Mazzini. La causa de la unidad nacionalista italiana se encontró entonces frente a la cuestión de si esa unidad debiera ser bajo la forma republicana o monárquica; lo cual determinó nuevamente la intervención extranjera, convocada por el Papa que solicitó a Austria, Francia y España que restablecieran su dominio político en Roma.

El ejército francés restableció al Papa en Roma, el 3 de julio de 1849; y Venecia finalmente capituló ante los austríacos el 22 de agosto. En el Piamonte, la derrota de la batalla de Novara llevó al Rey Carlos Alberto a abdicar en favor de su hijo Víctor Manuel II, quien se mantuvo en el trono; pero sostuvo el estatuto constitucional.

La última etapa del extenso proceso de la unidad política italiana, comenzó entonces con los nombramientos como Ministros del gobierno del Rey Víctor Manuel II, de Massimo d’Azeglio primeramente, y en particular del Conde Camilo di Cavour; lo cuales llevaron a cabo un proyecto de Estado italiano de orientación liberal, bajo la forma institucional de la monarquía a cargo de la Casa de Saboya.

Bajo esos gobiernos, el Reino del Piamonte recibió un nuevo impulso de modernización económica, construyéndose redes ferroviarias y telegráficas, separando la organización política del gobierno de la eclesiástica, y consolidando el sentimiento de la nación italiana. Turín se convirtió así en la capital de Italia, donde confluyeron antiguos republicanos como Giuseppe Garibaldi, que pasó a apoyar a la Casa de Saboya; y numerosos emigrados de otras regiones peninsulares.

El avance notorio de la política piamontesa hacia la unidad italiana, originó aún, en 1859 otra guerra con Austria, que gobernaba los territorios italianos del Véneto. En ella, los piamonteses — aliados con Francia y con Inglaterra desde 1855 con motivo de la Guerra de Crimea contra Rusia, a impulso de la diplomacia de Cavour — derrotaron a los austríacos en la batalla de Magenta, el 4 de junio de 1859, ocupando Milán cuatro días después. Los ejércitos comandados por Garibaldi, unidos a los franceses, volvieron a derrotarlos el 2 de junio en la batalla de Solferino, lo que les dejaba abierto el camino a Venecia. Napoléon III, sin embargo, fundamental aliado de los piamonteses, optó por celebrar con Austria el Tratado de Paz de Zurich, por el cual se constituyó una federación italiana integrada con los Estados Pontificios y el Véneto aún bajo gobierno austríaco. Por otra parte, habiendo abandonado sus territorios los duques de Toscana, de Parma y de Módena, Napoléon III aceptó su incorporación al reino del Piamonte, a cambio de recibir Francia la Saboya y Niza.

El 4 de abril de 1860 murió Fernando II el Rey de las Dos Sicilias; lo cual marcó el comienzo de un levantamiento liberal. Un grupo de nacionalistas italianos, simulando apropiarse de unos buques, zarparon desde Génova con 1.200 voluntarios, en auxilio de los sicilianos, en la llamada “expedición de los mil”, al mando de Garibaldi. Lograron derrotar a las tropas borbónicas y entrar en la ciudad de Palermo el 27 de mayo. Derrotado finalmente Francisco II se refugió en los Estados Pontificios; y Garibaldi saludó a Vittorio Emmanuelle II como Rey de Italia. Pero todavía quedaba fuera de ese reino nada menos que el territorio romano.

Temporalmente retirado en la isla de Caprera, incorporar a Italia la que debía necesariamente ser su capital - Roma y sus territorios aledaños - se convirtió en objetivo esencial de Garibaldi, al grito de “O Roma, o morte”. Un primer intento de tomarla por su cuenta, en 1862, le fue impedido por el propio gobierno italiano, ante la advertencia de su aliado de que Francia respaldaba al Papa. Lo intentó nuevamente en 1867, logrando esta vez derrotar al ejército Papal; pero lo franceses lo vencieron en la batalla de Mentana. Solamente cuando en 1870 fue derribado en Francia el Imperio de Napoléon III, las tropas italianas invadieron los Estados Pontificios y ocuparon Roma el 20 de setiembre; dando cima así a la dilatada obra de la unificación política del Estado italiano.

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Orígenes del fascismo. Proceso previo al ascenso de Mussolini

En los años previos a la I Guerra Mundial, en un período que puede situarse entre 1905 y 1915, se operó en Italia un proceso que en buena medida contrapuso las tendencias internacionalistas del marxismo, al impulso nacionalista emergente de la posición de atraso relativo que afectaba al novel Estado italiano respecto de otras naciones europeas.

De esta manera, muchos líderes sindicales italianos, originariamente de extracción ideológica socialista y revolucionaria, efectuaron un viraje que los aproximó a las concepciones de los ideólogos del nacionalismo, que hablaban de la nacionalidad italiana como una nación “proletaria”; y adoptaron el concepto de que las “diferencias de clase” invocadas por las teorías marxistas se daban más bien, entre Italia y aquellas naciones europeas que se calificaban de capitalistas, plutocráticas, e imperialistas.

Como consecuencia, surgió un núcleo de activistas político-sindicales de orientación nacional-socialista, que siendo partidarios de la “violencia creadora” y de la llamada “acción directa”, consideraban que tales métodos políticos eran funcionales para impulsar, mediante un selecto grupo de líderes convertidos en lúcidos visionarios del destino nacional — por su propia determinación — un proceso de crecimiento económico y de valorización política de la postergada nación italiana.

De tal manera, mientras para los marxistas y comunistas ortodoxos la I Guerra Mundial era considerada como una contienda inter-imperialista, contraria a los intereses políticos del proletariado; para esta corriente de nacional-sindicalistas italianos existía un tipo de conflicto que era considerado como “la guerra justa”, que los llevó a apoyar la participación de Italia en esa guerra, y posteriormente a ella, en la Sociedad de las Naciones.

Puede afirmarse que, en gran medida, el programa de los fundadores del fascismo italiano se originó en esas concepciones nacional-socialistas; modificadas parcialmente por la incorporación de otras corrientes ideológicas, sintetizadas en las posiciones predicadas por Benito Mussolini.


Italia participó en la Primer Guerra Mundial en el bando de los Aliados, junto a Inglaterra, Francia y los Estados Unidos de América.

Inicialmente declarada neutral, las acciones bélicas italianas en la guerra se habían concentrado esencialmente contra el Imperio Austro-Húngaro, procurando recuperar el territorio que Italia consideraba “irredento” de la zona limítrofe del Imperio con el Véneto, en la costa norte del Adriático, el Trentino, el Brennero y la Venezia Giulia. Inicialmente contenidos por los austro-húngaros en la batalla de Caporetto, a fines de 1917; finalmente los italianos se impusieron en la batalla de Vittorio Véneto en octubre de 1918.

Las condiciones establecidas en el Tratado de Paz de Versailles, no resultaron satisfactorias para el gobierno italiano. La disolución del Imperio Austro-Húngaro, si bien significó adjudicar a Italia los territorios que consideraban dentro de sus fronteras naturales, en la zona de los Alpes — El Trentino y la Venezia Giulia — asignó al nuevo Estado de Yugoeslavia, constituído en base a la antigua Serbia que fue considerada aliada de las potencias triunfadoras, los territorios adriáticos del Fiume y Dalmacia; en que una parte importante de la población era de origen italiano.

Esos territorios no habían sido reivindicados por Italia en el pacto celebrado en Londres en 1915 que precedió a su entrada en la guerra; y aunque el Presidente Wilson de los EE.UU. apoyó las pretensiones italianas, los serbios objetaron fuertemente que se les adjudicara la Dalmacia. En setiembre de 1919, un contingente militar regular italiano, comandado por el célebre literato Gabriele d’Annunzio, ocupó la ciudad de Fiume; pero el gobierno italiano entabló negociaciones que condujeron al Tratado de Rapallo, en que se convino en asignar a Trieste la condición de Estado independiente.


Luego de establecido el nuevo mapa de Europa siguiente a la Primer Guerra Mundial, el proceso político europeo entró en una fase de suma agitación e inestabilidad. El retiro de los Estados Unidos a su tradicional aislacionismo, al negar el Senado norteamericano la ratificación del Tratado de creación de la Sociedad de las Naciones, dificultó su funcionamiento.

La Revolución soviética en Rusia, y los consiguientes movimientos de agitación política internacional impulsados desde la U.R.S.S., como la fundación de la Internacional Comunista, produjo un gran incremento de los movimientos ideológicos marxistas; y el surgimiento abierto de organizaciones que postulaban la toma violenta del poder, para implantar “la dictadura del proletariado”. De otra forma, en Francia, el surgimiento de los llamados “Frentes populares” fue una táctica electoral de los socialistas y marxistas de unirse para obtener el poder por vía electoral; apuntando a que, al igual que ocurriera en la U.R.S.S., finalmente los comunistas se hicieran por el poder absoluto.

La destrucción causada por la guerra, generó en la Europa de post-guerra una situación en que buena parte de su población afrontaba condiciones económicas muy difíciles de sobrellevar; lo cual trajo aparejado el consiguiente descontento político. A ello se unieron factores de decepción nacionalista, derivados de la derrota en Alemania, como de la insatisfacción por lo obtenido en la guerra en Italia.

La radicalización de las posiciones políticas de grandes masas de población determinó que, al lado de las agitaciones invocadamente revolucionarias de tendencia socialista y marxista, surgieran corrientes en que se mezclaron los impulsos nacionalistas con convicciones religiosas — que el marxismo despreciaba — y con afirmaciones de la necesidad de que el Estado adquiriera un poder suficiente para controlar los desórdenes sociales.

Al mismo tiempo, un sistema de gobierno parlamentarista, que hacía depender la estabilidad del Poder Ejecutivo de un permanente respaldo parlamentario, unido a la creciente fragmentación de los partidos fundada principalmente en las ambiciones políticas personalistas y el cálculo electoralista, se tradujo en una permanente inestabilidad institucional. Los gobiernos generalmente duraban poco tiempo, a causa de las permanentes variaciones en las alianzas parlamentarias de que dependían; de modo que de hecho resultaba imposible establecer un programa de gobierno de cierto aliento y llevarlo a cabo. Naturalmente, ello produjo un gran desprestigio de las instituciones políticas parlamentarias; y especialmente de los dirigentes partidarios.

En ese clima, surgió en Italia el Partido Fascista; un nuevo partido político, en el cual Benito Mussolini apareció como caudillo; cuya prédica no se caracterizaba por sustentar propuestas racionales muy concretas en cuanto a orientaciones de gobierno, sino por invocaciones generales y emocionales, hacia el nacionalismo y la postulación del engrandecimiento de la nación italiana.

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Benito Mussolini

Benito Mussolini había nacido el 29 de julio de 1883, en la localidad de Dovia di Predappio, en la provincia de Forli. Cursó estudios para calificarse como maestro de escuela primaria, título que obtuvo en 1902. Su padre, de oficio herrero, había adherido al movimiento socialista; por lo que Mussolini ingresó de muy joven al Partido Socialista Italiano.

Con la finalidad de eludir el servicio militar escapó a Suiza en 1902; de donde retornó en 1904 ejerciendo su profesión de maestro. En 1909 se trasladó a la ciudad de Trento, desempeñándose como periodista en un semanario de tendencia socialista, llamado “L'avvenire del Lavoratore” (El futuro del trabajador). Luego retornó a Forli, capital de su provincia natal, se casó con Rachele Guidi en 1910 — matrimonio del cual nacieron 5 hijos — y se dedicó de lleno a la agitación política de índole revolucionaria de orientación marxista, fundando un nuevo semanario denominado “Lotta di Classe” (Lucha de clases).

En 1911 encabezó una asonada política en Emilia Romania, en protesta contra la guerra Ítalo-Turca por la posesión de Libia — que Italia invadiría años después bajo su gobierno — lo que le valió ser encarcelado durante cinco meses.

Su carrera política lo llevó a Milán, destacándose como uno de los principales militantes del sector más radicalmente revolucionario del socialismo. Nombrado director del diario “Avanti!” (Adelante!), desde ese diario Mussolini acompañó inicialmente la política neutralista de los socialistas, que en la inminencia de lo que sería la Primer Guerra Mundial, la consideraban un conflicto “inter-imperialista”.

La orientación política de Mussolini cambió sin embargo, cuando abandonó su apoyo al neutralismo y pasó a defender la intervención de Italia en la guerra, del lado de los Aliados. Eso le valió ser destituído de su puesto de director de “Avanti!” y ser expulsado del Partido Socialista Italiano. Entonces, en octubre de 1914, fundó en Milán un nuevo diario, “Il Popolo d'Italia” (El pueblo de Italia) de orientación nacionalista y pro—aliada. Cuando en mayo de 1915 Italia declaró la guerra a los Imperios Centrales, Mussolini se enroló como voluntario en octubre de 1915; siendo herido en combate en febrero de 1917.

Luego de la guerra, Mussolini fundó en Milán en 1919 un pequeño movimiento político, las Fasci Italiani de tendencia fuertemente nacionalista, tradicionalista, antiliberal y anticomunista, que postulaba el engrandecimiento italiano e idealizaba como fundamento de ello las realizaciones del antiguo Imperio Romano. El 23 de marzo de 1919, en un edificio de la Piazza Santo Sepolcro de Milán, se creó a impulso de Mussolini, como una organización nacional italiana de los “fasci de combatimento” (la palabra fasci, que en italiano es un plural, significa “haces”), en que quedaron confederadas las numerosas asociaciones de ex-combatientes que se crearon en Italia luego de la Primer Guerra Mundial. Por tal motivo, tomaron como símbolo los fasci que en Roma antigua portaban los lictores, funcionarios que respaldaban con la fuerza pública la autoridad ejecutiva de los pretores; que eran un haz de varas del cual sobresalía el largo mango de un hacha. De ello derivó el nombre de fascismo que distinguió a su movimiento.

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Ascenso de Mussolini al Gobierno

Los fasci de combatimento establecidos en Milán en 1919, tuvieron escaso seguimiento electoral; obteniendo muy limitado apoyo, por lo cual en las elecciones de ese año no alcanzaron a tener representación parlamentaria.

En 1920, las actividades de agitación social con apoyo socialista en el norte de Italia, que incluyeron gran cantidad de huelgas de invocación revolucionaria y ocupaciones de tierras, condujeron a que muchos sectores economicamente establecidos prestaran su apoyo a quienes se presentaban como la alternativa capaz de enfrentar tales acciones. El Partido Nacional-Fascista, que fue fundado el 7 de noviembre de 1921, contaba con un cuarto de millón de adherentes, constituídos principalmente por jóvenes de mediana posición económica.

Reconocido a esas alturas como jefe indiscutido del Partido Fascista, Mussolini fue modificando habilmente las propuestas políticas, a fin de ponerse en condiciones de captar la adhesión de crecientes capas de la sociedad italiana; pero siempre sobre la base de predicar la vigencia de un orden que permitiera expandir la producción y propiciar el desarrollo, como una expresión de fuerza política de unión nacional. Sin embargo, el Partido Fascista, aunque aumentó bastante su caudal electoral, nunca logró alcanzar por sí la mayoría de votos en las elecciones.

Siguiendo en buena medida las prácticas de los “militantes” y los “cuadros” aplicadas por las organizaciones políticas marxistas — inspiradas en las concepciones de acción política postuladas por Lenin y Trotsky en la Rusia prerrevolucionaria — el nuevo Partido Fascista italiano estableció una fuerza de milicianos, las Milicias Voluntarias para la Seguridad Nacional, inicialmente destinada a servir de fuerza de “protección” y “seguridad” de sus líderes y de sus reuniones partidarias.

A menudo integrada por ex-soldados veteranos de los ejércitos de la I Guerra Mundial, esta fuerza de milicianos adoptó un uniforme cuasi-militar, el cual incluía guarniciones y calzado de cuero negro similar al de los soldados, y una camisa de color negro que les dió su nombre: los “camisas negras”, o también “camisas pardas”. Sin embargo esto no fue una idea originaria de los fascistas; con anterioridad en Italia Garibaldi había tenido sus “camisas rojas”; en tanto que ya Lenin había organizado una milicia política bolchevique en Rusia, en 1917.

En un medio de gran agitación política y social, donde los grupos de orientación socialista, comunista o directamente anarquista, producían frecuentes alteraciones del orden frente a la inoperancia del Gobierno para restablecerlo; las unidades paramilitares del Partido Fascista frecuentemente se trababan en combate con las organizaciones similares de agitadores sindicales de tendencia comunista.

Estructurados según el esquema militar de las antiguas legiones romanas a partir de la “escuadra” como unidad básica, los camisas negras comenzaron a desfilar en formación militar por las calles de las ciudades, o circular por ellas montados en camiones para dirigirse a las concentraciones políticas; haciendo ominosas demostraciones de poder que a menudo comprendían la abierta ostentación de cachiporras y aún de armas de fuego.

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El régimen fascista italiano (1922 - 1945)

Desde un punto de vista político, el Partido Fascista fue adquiriendo creciente peso electoral. Presentándose como un partido directamente opuesto a las tendencias que promovían el desorden social y al desprestigiado sistema parlamentario que no lograba impedirlo, logró atraer la adhesión de vastos sectores de la sociedad; como los campesinos y los sectores empresarios, tanto artesanales y comerciales como industriales. Por un lado, se presentaba como portavoz de la unidad italiana y de la modernización y engrandecimiento de la Nación; por otro lado, captaba la adhesión de los trabajadores apoyando la legislación por la limitación a 8 horas de la jornada laboral (que era una iniciativa impulsada a nivel internacional por todas las concepciones políticas), y lograba el apoyo del sector militar en cuanto reclutaba numerosos veteranos de la guerra y propiciaba la acción directa.

En las elecciones parlamentarias de 1921 Mussolini consiguió ser electo Diputado. A partir de allí apoyándose en la acción directa de sus milicias y en las movilizaciones de masas que promovía, el Partido Nacional Fascista logró incidir en las actividades del gobierno, reclamando persistentemente el nombramiento de su líder, Mussolini, en calidad de Jefe del Gobierno.

El 28 de octubre de 1922 — menos de un año después de la fundación del partido fascista — Mussolini realizó una gran demostración de fuerza política, mediante la realización de una gran manifestación pública llamada “la marcha sobre Roma” en la cual los fascistas, que contaban con indudable apoyo entre la población italiana — que rechazaba la agitación revolucionaria de las organizaciones políticas procomunistas que invocaban a la U.R.S.S. como modelo — movilizaron una enorme multitud que convergió sobre Roma desde toda la península italiana. Al día siguiente, el 29 de octubre de 1922, el Rey Víctor Manuel III nombró a Mussolini como Jefe del Gobierno. Se confiaba en que un gobierno fuertemente ejecutivo, pondría fin al ambiente de grave alteración del orden público existente.

Inicialmente, el régimen fascista no se presentó con los caracteres totalitarios que terminaría por asumir. Estrictamente, el fascismo no se fundaba en una ideología estructurada y sistémica, por lo cual sus rasgos políticos totalitarios fueron esencialmente resultantes de la praxis política; a la cual se adicionaron ulteriormente algunos desarrollos ideológicos.

En realidad, cuando Mussolini alcanzó el cargo de Primer Ministro, ni él ni su movimiento tenían una concepción definida de las políticas a seguir. Su primer tarea consistió en someter efectivamente a algunos sectores radicales de su propia fuerza política, así como a algunos sectores más extremadamente conservadores, entre sus aliados; y encuadrar a sus milicias políticas dentro de una estructura estatal.

Incorporado al gobierno a través de un “golpe de mano” populista, el Partido Fascista no contaba con una fuerza parlamentaria decisiva. Sin embargo, antes de las elecciones generales de 1924, un Parlamento en que había solamente 35 diputados fascistas, aprobó — en base a conferir al Gobierno un respaldo parlamentario que proveyera estabilidad política — por una mayoría de 308 contra 107 votos, una nueva ley electoral que asignaba al partido que lograra 35% de los votos, la mayoría absoluta de los dos tercios de miembros del Parlamento; quedando el resto a distribuirse proporcionalmente entre los restantes partidos. En base a esta ley, el Partido Fascista, que obtuvo una indudable mayoría con 5 millones de votos en la elección de 1924, dispuso de 355 bancas parlamentarias, quedando 150 para los restantes partidos que totalizaron 2,5 millones de votos.


Las instituciones constitucionales propias de un sistema representativo, de monarquía parlamentaria como el que regía en Italia, fueron formalmente mantenidas. Pero en la práctica la mayoría parlamentaria era totalmente obsecuente al Gobierno, y aún así los legisladores disidentes debieron enfrentar la intimidación y amenazas, en algunos casos plenamente concretadas en los hechos.

En diciembre de 1922 Mussolini creó el Gran Consejo Fascista, órgano totalmente sometido a su voluntad, que pretendía reunir la representación de todo el sistema político y que constituyó a la vez un instrumento de contención para los grupos fascistas más extremistas y para consolidar su autoridad suprema en el Partido; el cual fue institucionalizado en 1928.

La ineficiencia atribuída al desprestigiado sistema de gobierno parlamentario y al sistema de partidos políticos como instrumento electoral, determinó la aplicación de una doctrina de representación de los diversos componentes de la sociedad en los órganos de gobierno, a partir de sus actividades e intereses económicos, el sistema corporativo.

Se sustentaba que el pluralismo democrático y la existencia de diversos partidos políticos sólo servía para fomentar el divisionismo y debilitar a la sociedad y al Estado; y que el engrandecimiento de la Nación no podía admitir disidencias políticas sino una gran unanimidad nacional expresada en el Partido Fascista. Los diversos sectores que componen la sociedad eran los de la producción y el trabajo; y en consecuencia, ellos debían ser los que designaran de su seno a los gobernantes.

Como consecuencia, el pluralismo partidario fue eliminado, estableciéndose en 1927 un sistema de partido único — obviamente el Partido Fascista — al mismo tiempo que un sistema de “gobierno directo”, invocado como una forma superior de “democracia”, determinaba que la ciudadanía expresara sus decisiones sobre aquellas cuestiones sobre las que se considerara pertinente requerirlo, mediante plebiscitos en que obviamente se votaría por SI o por NO a las propuestas consultadas.

El Rey continuó ocupando el trono; pero mientras por una parte el Senado que nombraba el Rey fue despojado de todas sus atribuciones, por otro lado el Gabinete ministerial se tornó igualmente inoperante al asumir Mussolini todos los Ministerios. Asimismo, el Parlamento delegó en el Gobierno la potestad de sustituir las Leyes por Decretos, eliminando así las principales garantías liberales de los derechos y libertades individuales, civiles y políticas.

Si bien la Cámara de Diputados fue mantenida hasta su final desaparición por ley del 14 de diciembre de 1934, ya en 1928 se modificó de una manera fundamental el procedimiento de su integración. El sistema corporativo — que estableció el encuadramiento universal de trabajadores y de todos los agentes económicos en sindicatos y organizaciones de colegios profesionales — asignó a los sindicatos designar 800 candidatos a las bancas parlamentarias; a los que se adicionaban 200 designados por los colegios profesionales. Entre los 1.000 candidatos, el Gran Consejo Fascista procedía a seleccionar 400, cuya designación se sometía a plebiscito. A partir de 1939, la Cámara de Diputados fue sustituída por una “Cámara de los Fascios y Corporaciones”, órgano de facultades puramente consultivas integrado por la reunión del Gran Consejo Fascista y del Consejo de las Corporaciones; respectivamente órganos directivos del Partido Fascista y de las Corporaciones económicas.

Correlativamente, la concepción corporativa determinó la estructuración de todos los agentes productivos en un sistema de colegios profesionales, que encuadraba a la totalidad de los trabajadores dependientes en lo que se ha denominado sindicatos verticales; eliminando la libertad y pluralidad de la sindicalización voluntaria y el derecho de huelga; y estableciendo organizaciones de afiliación obligatoria, sea por rama de actividad o por distribución regional, culminadas en una central nacional. Por su parte, también las empresas debieron incorporarse en organizaciones similares, con una paralela estructuración jeráquica encabezada por una central nacional.

El corporativismo guarda relación con una estructura social y económica que fue aplicada en la época romana antigua y especialmente en la Edad Media. En ese sentido, las corporaciones son entidades centradas en una actividad económica determinada, en su origen un oficio, que sustituyen a la autoridad política de la sociedad o conviven con ella pero gozando de una gran autonomía respecto de las normativas y decisiones de la misma; regidas por normas propias establecidas por autorregulación.

La versión moderna del corporativismo puede datarse a principios del siglo XIX y caracterizarse como una reacción frente a la organización liberal de la producción económica capitalista, a las concepciones éticas individualistas y particularmente al centralismo estatal surgido a partir de la Revolución Francesa.

En los inicios del siglo XX se originó una forma de corporativismo “estatal”, que pretendía eliminar las disensiones políticas emanadas del sistema republicano y parlamentario de gobierno, estructurando las instituciones en base no a una representación de base geográfica y de corrientes de opinión, sino en base a una representación de sectores de intereses económicos, las corporaciones; las cuales serían reconocidas y eventualmente organizadas y supervisadas por el propio Estado, en un número limitado de actividades económicas — generalmente llamadas “categorías” — en las cuales todas las personas se ven obligatoriamente encuadradas, y a las que el ordenamiento estatal asigna un monopolio no solamente para la realización de su actividad económica sino para dictar las regulaciones que rigen sus relaciones internas así como con el resto de las corporaciones.

Naturalmente, en un régimen corporativo no solamente se espera que desaparezca todo vestigio de competencia en el orden económico y que deje de funcionar el mercado como instrumento regulador de los valores relativos de los bienes y servicios o de la distribución del ingreso; sino que también quedan excluidas todas las posibilidades de disidencia en el terreno de las ideas, toda posibilidad de ejercicio de una libertad que pueda infringir las completas reglas que regulan toda actividad en el seno de la corporación, como toda iniciativa creativa, exigiéndose a todo individuo una total lealtad y sujeción a las decisiones de la corporación.

Asimismo, resulta una característica esencial del corporativismo, que las corporaciones actúen expresando vivamente sus intereses sectoriales propios, e intenten que todas las acciones del Estado se orienten en ese sentido; dejando por lo tanto de lado toda posibilidad de que se consideren objetivos de interés general relativos a la sociedad en su conjunto, o que procuren una articulación equilibrada de los intereses de otros sectores, o el funcionamiento espontáneo de los mecanismos económicos naturales de la sociedad.

El sistema apuntaba a reglamentar todos los temas relativos a las condiciones de trabajo y producción en forma sumamente detallada y estricta, creando una vasta trama de convenios colectivos de trabajo, surgidos de las deliberaciones conjuntas de los sindicatos de trabajadores y de empresas, que la ley hacía obligatorios para todas las organizaciones productivas comprendidas en su ámbito.

Se desarrolló concomitantemente una gran exaltación personal de Mussolini; el cual asumió en 1924 el título de Il Duce rememorando la figura del Gran Dux de la República Veneciana, y del cual por todos los medios se realizaba una permanerte propaganda laudatoria. El encuadramiento político de los ciudadanos por su afiliación al Partido fué de hecho obligatorio; así como se crearon organizaciones juveniles y aún infantiles con fines de adoctrinamiento político, en que todos debían participar.

La calificación de totalitario fue aplicada al régimen fascista por el propio Mussolini, como descriptiva de la estructura y los objetivos del “nuevo Estado” establecido por el fascismo, hacia 1925. Con ella, se hacía referencia a que el Estado era la expresión orgánica total de la sociedad italiana, en el cual las actividades económicas y la acción del Gobierno estaban unificadamente orientadas hacia el logro de los objetivos de la Nación italiana. Sin embargo, en honor a la verdad, la realidad política, económica y social del régimen fascista italiano nunca alcanzó el grado pleno de totalitarismo; que fue efectivamente implantado en la U.R.S.S. bajo el régimen comunista de Stalin, y en el III Reich alemán bajo el régimen nazi de Hitler, que sometieron efectivamente a la autoridad central del Gobierno y del Estado absolutamente todas las expresiones de la vida económica, social, cultural y por supuesto política.

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Caracteres del régimen fascista

En realidad, el fascismo italiano no surgió a partir de una concepción ideológica — es decir, de una doctrina sistemática de carácter político, económico o social — sino como un movimiento esencialmente político cuyo contenido inicial parece mucho más crítico que sustantivo. Sus concepciones políticas se presentan inicialmente más como referidas a aquello a lo que se opone, que a lo que postula.

Desde ese punto de vista, el fascismo resulta ser un movimiento esencialmente antiliberal, antiparlamentario y antimarxista; a pesar de que, aún en un análisis primario son sumamente evidentes las equivalencias entre el régimen y la ideología fascista y los regímenes marxistas que han existido historicamente.

La obtención del gobierno, y la consiguiente necesidad de adoptar en él un curso de acción, ha llevado a que con posterioridad surgieran esfuerzos de estructuración intelectual de una doctrina fascista; procurando revestir sus acciones con una justificación racional sistemática. Acción que, paradojalmente, fue cumplida ulteriormente por expositores mayormente no italianos; tales como Sorel, Nietzche, y Wilfredo Pareto.

La ideología fascista se centralizó en la exaltación del poder del Estado, y su intervención profunda, absoluta y total, en todos los aspectos de la vida económica, cultural, educativa y por supuesto política de la sociedad; exigiendo una total sumisión de todos sus componentes a una disciplina de índole colectiva en la cual desaparece el individuo como valor ético y como centro de la estructura política. El Estado, es concebido como valor y poder supremo, que tiene la misión de concretar en realidad el ideal fascista, centrado en un modelo humano volcado a un accionar exclusivamente orientado al servicio de los superiores objetivos de grandeza del Estado, para lo cual todo sacrificio debe ser hecho por los individuos. Esto es la esencia del principio transpersonalista típico de la concepción totalitaria.

Como consecuencia de ello, los rasgos típicos del fascismo como régimen de gobierno, pueden enunciarse más que nada a partir del análisis de sus realidades políticas e institucionales; al mismo tiempo que en gran medida ellos se corresponden con aquellos elementos que generalmente se enuncian como distintivos de los regímenes de gobierno totalitario en general. No resulta muy plausible sostener que en realidad el fascismo realizó una suerte de invención de esos elementos; sino que, por el contrario, ellos resultan ser la consecuencia natural de las concepciones políticas básicas que sustentara, y de allí la tan visible coincidencia con los rasgos de los sistemas totalitarios de origen marxista, en cuanto a pesar de presentarse ambos como directamente contrapuestos, en realidad tienen una concepción política absolutamente afín.

Por lo tanto, los rasgos políticos e institucionales del fascismo italiano guardan un alto grado de correspondencia con los que se asignan en forma genérica a los sistema de gobierno totalitarios:

  • El carácter antiliberal se resume en la concepción totalitaria del Estado, conforme a la cual asume todos los poderes y atribuciones; en tanto que en la concepción liberal las personas gozan primariamente de libertad y a ellas les corresponde dar vida a todas las manifestaciones de la vida de la sociedad (principalmente en el ámbito económico, productivo y cultural), mientras que el Estado es considerado una organización cuyos poderes están estrictamente limitados a los que le han sido expresamente otorgados por la Constitución, y sus acciones han de ser en todo caso subsidiarias de aquellas que las personas que componen la sociedad no puedan cumplir, y que resulte indispensable realizar.

  • El carácter antiparlamentario se expresa en el repudio de la representación electoral en base a partidos políticos plurales, sustituídos por un partido único; cuya finalidad primordial es encuadrar a los ciudadanos en forma rígida, impidiendo toda posibilidad de disidencia. Esto conduce, naturalmente, a la supresión de la libertad política y de la diversidad de partidos políticos de integración libre y voluntaria; y a su sustitución por un partido único o en todo caso absolutamente predominante, que genera la nominación de todos los funcionarios de los diversos cargos de gobierno. De modo que, aunque formalmente puedan subsistir eventualmente algunos otros partidos, su existencia es totalmente inoperante; ya que aunque puedan existir procesos electorales formales, en definitiva no hacen sino convalidar lo ya elegido dentro del partido oficial, y generalmente por mayorías abrumadoras.

  • El carácter corporativo, que pretende sustituir la representatividad en la integración de los órganos del Estado de las diversas y plurales concepciones políticas expresadas en los diversos partidos y corrientes de opinión — que se ven eliminadas en favor de una concepción única sustentada oficialmente por el Estado a través del partido también único — por una emanación de las organizaciones corporativas, que reproducen la estructura de las unidades productivas económicas, sistematizadas por sus diversas ramas de actividad, y una red jerarquizada hasta culminar en una gran organización nacional, en la cual quedan encuadrados absolutamente todos los individuos; y reguladas de manera rígida todas sus condiciones de actividad productiva.

  • El carácter masificador, se manifiesta en un estilo político que — consecuentemente con la concepción transpersonalista y anulatoria del individualismo — apunta a los grandes movimientos de masas, expresados en actos en que participan grandes multitudes, las cuales son exaltadas mediante llamamientos emocionales a expresarse mediante la repetición en coro de consignas breves y radicales; a menudo procurando exteriorizar la unidad de la masa y la eliminación de elementos de identidad individual mediante el uso de vestimentas uniformes y de símbolos y logotipos partidarios, sean colores o diseños simbólicos, camisas, gorros, etc. En estos actos, la minimización del individuo frente a la masa se acentúa mediante ritualidades ceremoniales de carácter litúrgico, por el empleo de gigantescos estandartes, enormes retratos del líder; y en lo posible por la localización de la multitud en plazas o en grandes espacios especialmente organizados a modo de escenografías que contienen importantes elementos arquitectónicos afines a las concepciones totalitarias.

  • El carácter militante, manifestado en una exigencia de actuación activa de cada persona en la movilización masiva y en otras actividades de índole política concordante con el movimiento; que por una parte exige un pronunciamiento personal explícito de apoyo al sistema, y por otro excluye y denigra no solamente a quien ostensiblemente se oponga al mismo sino incluso a quien pretenda prescindir de pronunciarse al respecto. La militancia se hace prontamente extensiva a una progresiva militarización en estructuras jerarquizadas y organizadas en unidades combativas.

  • El carácter de exaltación juvenil, manifestado en una valoración de las edades juveniles como superiores a otras etapas de la vida, una afirmación de conflicto con las generaciones precedentes (entre las cuales puede prevalecer la resistencia a la concepción política totalitaria); y por supuesto un sistemático encuadramiento de los jóvenes en organizaciones de adoctrinamiento y militancia política en favor del régimen.

  • El carácter de exaltación de la violencia, que es presentada como un valor positivo, especialmente como signo de masculinidad y poder, cuya aplicación es especialmente válida respecto de los “enemigos” del partido o del régimen, o contra los sectores políticamente disidentes y aún neutrales.

  • El carácter autoritario, expresado no solamente en la pleitesía absoluta a la figura del líder carismático — al que se rinde un verdadero culto personal y se atribuye toda clase de sabiduría y de virtudes — y en una total sujeción a su mando; sino también en un generalizado verticalismo en todas las estructuras institucionales y sociales.

  • El carácter voluntarista, expresado en una exaltación del vitalismo y del idealismo y la utopía; rechazando el determinismo económico tanto del marxismo como la espontaneidad natural del liberalismo, e inclinado por lo tanto a un intervencionismo absoluto del Estado en todas las manifestaciones de la vida social, económica y aún cultural. Desde un punto de vista filosófico, se exaltaba el idealismo y el poder de la voluntad como medio de obtener por su sola virtud el logro de todos los objetivos lo cual, obviamente, implica prescindir del reconocimiento de cualquier clase de limitaciones éticas o jurídicas.

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Política interna e internacional del régimen fascista

La gestión interna del gobierno fascista se caracterizó por un gran impulso de modernización, fomentando el desarrollo de las grandes obras públicas y de las industrias de tecnología avanzada, especialmente en las ramas eléctrica y metalmecánica; lo cual constituye el origen de la actual capacidad industrial de Italia. En las ciudades se construyeron numerosos nucleos de habitaciones colectivas; así como grandes urbanizaciones de las cuales la más célebre fue la UR de Roma.

La estructura del sistema económico se fundamentó en el derecho de propiedad y en la libertad de empresa; si bien surgieron numerosos servicios estatales con cometidos de política social. No obstante, el intervencionismo económico del Estado fue intenso, constituyéndose “entes” estatales para financiar grandes proyectos productivos, algunos de los cuales han perdurado hasta la actualidad.

Se impulsó un programa de desarrollo de la fuerza militar, la cual debería sustentar una política de expansión territorial y neocolonialista. La primer manifestación de esa política la constituyó la frustrada tentativa de invasión de la isla griega de Corfú. Posteriormente, ante la inoperante condena de la Sociedad de Naciones, en octubre de 1935 las tropas italianas se apoderaron de Abisinia; cuya entrada en la capital Addis Abeba el 5 de mayo de 1936, representó el apogeo de la popularidad de Mussolini. Invadidos otros territorios en el norte de África, Mussolini instaló en mayo de 1936 lo que se llamó El África Oriental Italiana, asignándole al Rey Víctor Manuel III el título de Emperador.

Luego de establecido en Alemania el régimen nazi del III Reich, se produjo un acercamiento diplomático que originó el célebre “Eje” Berlín-Roma. Hitler visitó Roma en mayo de 1939, para sellar la alianza germano-italiana mediante el llamado Pacto de Acero entre ambos Estados, en una jornada que fue extraordinariamente descripta en su enfoque doméstico en la película “Una giornata particolare” (Una jornada particular), interpretada por Sofía Loren y Marcelo Mastroiani.

En febrero de 1929 Mussolini culminó las negociaciones realizadas con el Papado, mediante los Pactos de Letrán, que pusieron término a las disidencias territoriales que habían enfrentado a la Iglesia y al reino de Italia desde 1870. Mediante estos pactos, la Iglesia se constituyó como un nuevo Estado Vaticano, cuya delimitación territorial, situada dentro de Roma, es la actual Ciudad del Vaticano.

La política exterior de Mussolini lo llevó a apoyar militarmente al “alzamiento” español encabezado por el General Francisco Franco, y a intervenir directamente en la Guerra Civil española de 1936; donde los aviones de caza italianos se enfrentaron con los aviones rusos al servicio del gobierno español republicano. Asimismo, lo involucró en la Segunda Guerra Mundial en la cual, habiendo invadido los territorios balcánicos costeros del mar Adriático con desafortunados resultados militares, determinó la intervención de los ejércitos alemanes; y en cierto modo marcó el comienzo de la reversión del resultado de la guerra, como un factor, entre otros, determinante del fracaso de la campaña alemana en la U.R.S.S. por el debilitamiento que ello ocasionó en las fuerzas alemanas asignadas a dicho frente.

Finalmente, en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno italiano de Mussolini se convirtió en un verdadero protectorado alemán; los ejércitos alemanes invadieron y de hecho ocuparon Italia para resistir la invasión de las fuerzas aliadas en el frente del Mediterráneo. Hacia el final de los combates de la Segunda Guerra Mundial en Italia, Mussolini fue apresado por un grupo de guerrilleros, que le dieron muerte.

El régimen fascista se extinguió en Italia a causa de su derrota en la guerra; y fue suplantado por una nueva Constitución democrática respaldada por los Aliados, que en 1944 estableció la República Italiana.

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Proyección histórica del fascismo italiano

El fascismo surgido en Italia como movimiento político y luego como régimen de gobierno y concepción del Estado, resultó ser la primera manifestación histórica de lo que, en breve plazo, fue tomado como modelo por otros partidos y otros Estados; llegando a constituirse en el fenómeno político más característico de la Europa del período entre ambas guerras mundiales. En buena medida, la existencia de los regímenes totalitarios de base ideológica comunista en la U.R.S.S. y de base fascista en Italia, Alemania y varios países balcánicos, constituyó un importante componente de las determinantes de la II Guerra Mundial.

A partir del progresivo establecimiento del Estado fascista en Italia, pero muy especialmente luego del acontecimiento catastrófico que constituyó la Gran Depresión de 1929, lo que ya estaba firmemente delineado como un nuevo modelo de Estado y de Gobierno tuvo indudable influencia — de modo muy especial — en las concepciones del movimiento nazi, que concluyó con la implantación en Alemania del III Reich, y toda la secuela de acontecimientos que finalmente desembocaron en la II Guerra Mundial.

En tiempos contemporáneos con la existencia del régimen fascista en Italia, su modelo político totalitario y corporativista influyó en procesos políticos tales como el movimiento belga del rexismo, la llamada “Guardia de Hierro” rumana, el régimen corporativista portugués de Oliveira Salazar, y en buena medida en el falangismo español especialmente expuesto por su principal teórico político, José Antonio Primo de Rivera.

En el proceso histórico español, el Gral. Miguel Primo de Rivera, que estableció un régimen autoritario dentro de la República Española en 1923, tuvo un indudable referente en el sistema fascista italiano. Los ulteriores sucesos políticos en la República Española, que desembocaron en el alzamiento del 18 de julio de 1936 encabezado por el Gral. Francisco Franco y en el desencadenamiento de la Guerra Civil española, y que dieron lugar a una abierta intervención extranjera en dicha guerra tanto por parte de la U.R.S.S. como del III Reich, condujeron también a una intensa colaboración económica y militar, con el envío de equipos y tropas, por parte del régimen de Mussolini.

Pero, además de ello, después de extinguido el régimen fascista italiano muchas de sus concepciones principales o de sus instrumentos de acción política fueron adoptadas por otros movimientos en la propia Europa y fuera de ella. En general, el fascismo italiano, como el nazismo alemán y algunas de sus derivaciones europeas, caducaron con el final de la II Guerra Mundial.

Sin embargo, no solamente subsistieron en Europa algunos otros regímenes que al menos en algunos momentos tuvieron caracteres coincidentes. También persistieron en América del Sur regímenes políticos que tenían un claro origen ideológico o táctico en el fascismo italiano; algunos de los cuales establecieron en los países en que imperaron ciertos caracteres — especialmente el corporativismo sindical y el culto a líderes carismáticos, incluso luego de su muerte, exaltados y sacralizados al nivel de próceres — que en gran medida todavía perduran y constituyen factores muy negativamente influyentes en su desenvolvimiento político y social.

Por otra parte, el enfrentamiento ideológico fundamental que el fascismo representó con el marxismo y sus corrientes ideológicas afines, condujo a que muy frecuentemente los impulsores de estas últimas que actúan en los países de estructura liberal, recurren a etiquetar como “fascismo” y “fascistas”, con fines de desprestigio y descalificación, a personas y organizaciones opuestas a su concepción. A pesar de que, por lo general, sustenten concepciones liberales y autenticamente democráticas, y por tanto absolutamente discrepantes con las del fascismo y sus derivaciones; y de que estas últimas guardan gran afinidad con las estructuras totalitarias y transpersonalistas adoptadas por los Estados y gobiernos de inclinación filomarxista.


Historiadores y analistas políticos discrepan mucho en cuanto a si el fascismo ha sido meramente un hecho histórico ocurrido en Italia y ya superado; o si puede hablarse de una nueva concepción política o de una nueva ideología permanente, susceptible de intervenir como tal en los procesos políticos presentes, de otras naciones. En tal sentido, de vez en cuando surgen referencias a la aparición de recientes corrientes “neo-fascistas”.

Se trata de una cuestión para cuyo examen sería preciso profundizar mucho más en las características del régimen de Mussolini, como así también en otros conceptos de índole constitucional, política e ideológica. Sin embargo, corresponde señalar que existe bastante consenso en el sentido de que el fascismo italiano fué mucho más totalitario en sus expresiones que en su realidad; así como en que, si por una parte el totalitarismo que el fascismo postulaba fué realizado en forma completa en el régimen nazi de Alemania durante el III Reich y bajo el régimen comunista en la U.R.S.S., otros regímenes autoritarios implantados en Europa en el período histórico de entreguerras — como así también algunos surgidos hacia el fin de la II Guerra Mundial y luego de ella en algunos países de latinoamérica y de África — estuvieron fuertemente inspirados en las concepciones fascistas, aunque en algunos casos no asumieron explícitamente un objetivo totalitario y en otros tuvieron su fundamento ideológico no en el fascismo sino en el comunismo.

De todos modos, si por una parte fueron aprovechados los elementos negativos que implicó el fascismo para rotular de fascista, desde el campo marxista y comunista, a todas las orientaciones opuestas a esas ideologías; por otra parte cabe señalar a la concepción corporativa como el factor propio de los rasgos del fascismo, que más persistente ha resultado en los ulteriores desarrollos políticos, aún hasta nuestros días. En los hechos, en la medida en que las únicas concepciones políticas no autoritarias, que preconizan plenamente la vigencia de las libertades esenciales son aquellas de contenido liberal y basadas en el sistema de representación republicana de base geográfica y de pluralidad de grupos de opinión (por lo cual son llamados regímenes de gobierno de opinión); las estructuras corporativas, aunque no estén integradas en un régimen de abierta tendencia totalitaria, significan siempre un apartamiento de aquellos principios y una grave restricción de la aplicación de las normas de derecho estatales en forma general e igualitaria a todos los ámbitos de la sociedad y, por consiguiente, al exclusivo imperio de la Ley como garantía esencial de los derechos individuales.

Por estos motivos, muchos prominentes historiadores analizan el fenómeno de la presencia histórica del fascismo y de otros regímenes de índole totalitaria en el siglo XX, como manifestaciones de un proceso de decaimiento de la concepción liberal del Estado que había surgido de la confluencia del pensamiento enciclopedista, de la Revolución Norteamericana y sus concepciones constitucionales, de la Revolución Francesa y toda su doctrina política, y de la evolución del pensamiento jurídico y político que les siguieron.

Al mismo tiempo, se señala la diferencia conceptual existente entre las concepciones totalitarias y sus expresiones políticas reales especialmente en el período posterior a la I Guerra Mundial y en Europa — que pretendían ser permanentes y en general se extinguieron como consecuencia del desenlace de la II Guerra Mundial — con otros regímenes políticos autoritarios, a menudo calificados de fascistas por sus opositores; pero que no reunieron los rasgos determinantes para ello, especialmente porque tenían vigencia transitoria, en cuanto tuvieron como objetivo el reordenamiento político-social del Estado.

No obstante, es indudable que como expresión del totalitarismo político, y como resultante de las turbulentas condiciones históricas imperantes en varios países de Europa entre las dos guerras mundiales — esencialmente pautadas por el fenómeno que representaba el establecimiento de la U.R.S.S. y su política de expansión internacional de la ideología y de los regímenes políticos de tipo comunista — el fascismo italiano representó la implantación cronológicamente inicial de este tipo de gobierno; y el primer foco de desarrollo de una concepción ideológica alternativa a la vez anticomunista y antiliberal, frente a la situación de grave desprestigio de los sistemas democráticos y parlamentarios en la mayor parte de los Estados europeos.

Sin embargo, una más amplia perspectiva histórica, evidencia que en tanto los peores rasgos institucionales del fascismo han caducado definitivamente desde el final de la II Guerra Mundial; cierta parte de sus concepciones sociales y económicas sobreviven paradójicamente en las doctrinas y las prácticas de aquellas corrientes políticas que proclaman ser sus más enfáticos oponentes; en especial en la estructura corporativa del sistema productivo, en la consiguiente parcelización de las normativas que rigen cada una de las subdivisiones corporativas y en el ejercicio del gobierno en vista de objetivos sectoriales, así como en el apego a un profundo intervencionismo estatal, lo que en buena medida justifica y fundamenta su estudio y el detenido conocimiento de su verdadera índole.

De tal manera, el conocimiento de lo que verdaderamente ha sido el fascismo historicamente; y de cuáles fueron sus concepciones, sus medidas políticas e institucionales y sus caracteres distintivos, así como de cuál ha sido su proyección ideológica y sus repercusiones en nuestros tiempos resulta esencial; sobre todo para quienes por razones de edad no convivieron con los tiempos de la II Guerra Mundial, ni con la gran contienda ideológica de la llamada Guerra Fría. Esto es así por cuanto a pesar de la proclamada finalización de esa etapa histórica, tiene plena actualidad la cuestión central de si la Humanidad — y muchos países en particular — logrará ingresar a una etapa en que finalmente imperen los principios del Estado liberal; o si, al amparo de la demagogia y de la incultura política de las masas, volverán a producirse las mismas involuciones políticas que representaron los Estados totalitarios del período de entre las dos Guerras Mundiales, incluyendo en ellos a la Unión Soviética.


Al término de la I Guerra Mundial, todo parecía indicar que el mundo se encaminaría a un nuevo ordenamiento en el cual — a partir del Pacto de la Sociedad de las Naciones y su postulado de que los países renunciaban a la guerra como instrumento de política internacional — imperarían los valores de la civilización política liberal:

  • El principio de libertad, que reconoce a las personas un conjunto de derechos inviolables, especialmente frente al Estado; entre los cuales la libertad de opinar, de reunirse, de asociarse, de emprender actividades económicas de carácter lucrativo, de tener y conservar propiedad y de transmitirla a sus sucesores.

  • El principio del Estado de Derecho, conforme al cual todos los órganos del Estado solamente pueden efectuar las actividades que la Ley les autorice expresamente; y deben hacerlo respetando los derechos individuales y para los fines para los que les fueron adjudicadas.

  • El carácter representativo, electivo y temporario de todos los que ocupen los cargos de gobierno; y el respecto a la legitimidad de la autoridad así establecida y de sus decisiones.

  • El respeto a la razón como determinante del funcionamiento de los sistemas políticos y sociales, para la definición de las decisiones estatales, a la seguridad personal fundada en el cumplimiento de las Leyes y los contratos, y de la permanente búsqueda del perfeccionamiento humano a través de la educación y del desarrollo científico, y de sus aplicaciones.

Al término de la I Guerra Mundial, no solamente en la inmensa mayoría de los Estados imperaban Constituciones basadas en la existencia de asambleas parlamentarias representativas y en el respeto a los derechos individuales y las garantías judiciales; sino que el pensamiento político tenía esos conceptos como valiosos y como los únicos aceptables; con la excepción de algunos sectores cuyo tradicionalismo iba en decadencia, y otros que postulaban una concepción revolucionaria considerada a la vez utópica y demagógica.

A pesar de ello, es evidente que en las sociedades nacionales en que llegaron a implantarse los Estados fascistas y en general totalitarios, existieron condiciones que condujeron a ello; y que tales regímenes tuvieron en algunos extensos períodos un importante apoyo de sus sociedades. Y el mundo se precipitó en la II Guerra Mundial.

Un elemento que no debe ni puede perderse de vista, es que en definitiva, tanto en Italia como en Alemania los regímenes fascista y nazi alcanzaron inicialmente el poder, no como consecuencia de un golpe de Estado o de una revuelta contra las autoridades legítimas; sino que lo hicieron siguiendo las formalidades constitucionales, en base a un innegable alto grado de respaldo político entre sus poblaciones. Y del mismo modo, es innegable que al menos durante la primera época de sus gobiernos, esos sistemas movilizaron grandes multitudes — incluso considerando los sistemas organizados desde el Estado para ese fin.

Los pueblos no debieran desaprovechar la enseñanza histórica que deja el proceso que condujo al establecimiento del fascismo en Italia, así como en general al empuje que alcanzaron las concepciones totalitarias y a las consecuencias que de ello derivaron — ni, sobre todo, muchos aspectos de su actual sobrevivencia — a pesar de los imponderables costos en vidas y recursos que demandó su desaparición en los Estados en que imperaron. Por ello, debe ser objetiva y plenamente transmitida a las nuevas generaciones.

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Breve reseña bibliográfica.

Entre las numerosas obras publicadas acerca del fascismo considerado como un fenómeno político de relevancia histórica y de interés en un enfoque general, existentes en idioma español, quizá obtenibles en bibliotecas de acceso público o académico, es posible mencionar como principales:

  • El fascismo en su época de Nolte, publicada originariamente en Munich, Alemania, en 1936; edición española de 1968.

  • La crisis del sistema liberal y los movimientos fascistas también de Nolte, publicada originariamente en Munich, Alemania, en 1968; edición española de 1971.

  • El fascismo europeo compilación de Stuart J. Woolf publicada en español en 1970.

  • La ascensión del fascismo de F. L. Carsten, publicada en español en 1970.

  • El fascismo de Staley J. Payne publicada en español en 1982.

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