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La personalidad.


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La personalidad | Proceso de formación de la personalidad
Componentes de la personalidad | Tipología de la personalidad
Maduración e inmadurez de la personalidad | Trastornos de la personalidad Trastorno paranoide | Trastorno antisocial | Higiene de la personalidad


Concepto de personalidad.

La expresión personalidad proviene del griego prosopón , que cuyo significado de “máscara” alude a las máscaras que en el teatro griego se colocaban los actores para interpretar a los personajes de las tragedias. Puede considerarse que en cierto modo responde a aquello que se percibe o la forma como se aparece ante otros; posiblemente una traducción más apropiada fuera “imagen”. En latín el término personare equivale a “resonar a través de...” (per sonare); es decir que también alude a la forma como se es percibido por los otros, o en que cada uno se manifiesta ante los otros.

Pero la personalidad no solamente consiste en la forma en que un individuo se presenta o es percibido por los demás; la personalidad está conformada por ciertos rasgos que conforman patrones en la forma en que el individuo percibe y se relaciona con el ambiente y las demás personas, pero también consigo mismo , y que se pone de manifiesto en una amplia gama de actitudes y aún de pensamientos, tanto sociales como personales.

La personalidad es la cualidad abstracta resultante de un conjunto de factores no visibles, que son inherentes al individuo y que son determinantes de lo más específico de su identidad como persona; a la vez que de su comportamiento social y personal característico.

Como factores componentes del concepto de personalidad, es posible discernir varios elementos:

  • Se trata de un componente estrictamente propio y distintivo de cada individuo humano.

  • Es un elemento altamente integrado al individuo, que conserva sus rasgos fundamentales y permanentes a lo largo de su vida.

  • No obstante, se mantiene en un estado permanente de evolución dinámica, abierto a su constante desarrollo; aunque algunos rasgos estructurales esenciales son de muy difícil modificación.

  • A la vez que tiene características inherentes al sujeto mismo, tiene una permanente interacción con el mundo exterior; tanto en cuanto a la proyección del sujeto sobre éste, como en cuanto a la influencia que ese mundo exterior y su propia peripecia vital ejercen sobre aquella evolución constante. Esto ocurre especialmente en las etapas iniciales de la vida, en que la integración de la personalidad es más receptiva a las influencias del medio, especialmente el familiar, y del proceso educativo (que no debe confundirse con el proceso meramente instructivo).


Diversos autores han dado sus propias definiciones de la personalidad:

  • Para Gordon Allport, la personalidad es la organización dinámica en el interior del individuo, de los sistemas neuropsíquicos que determinan su conducta y su pensamiento característico.

  • Para Aldous Huxley, lo que alguien es depende de tres factores: de lo que ha heredado; de lo que la circunstancia haya hecho de él; y de lo que eligiendo libremente haya hecho de su circunstancia y de su herencia.

  • Para Jean Claude Filloux, la personalidad es la configuración única que toma, a lo largo de la historia de un individuo, el conjunto de los sistemas responsables de su conducta.

  • Para Giménez Vargas, la personalidad es el principio integrador específico y propio de cada ser humano, según el cual se estructuran las cualidades adquiridas y heredadas, en síntesis que establecen un modo individual de relación con el medio.

  • Para Roustand la personalidad es la conciencia del Yo. Esto se entiende en el sentido de percepción de su propio ser, como una individualidad autónoma, la percepción de las sensaciones del propio cuerpo, el recuerdo de su propia historia, y tambien un ideal hacia el cual se tiende como persona.

El término personalidad puede ser empleado en diversos sentidos:

  • En el sentido de su cualidad abstracta individual, definitorio de su identidad y comportamiento, que acaba de exponerse.

  • En el sentido de la impresión externa, que causa en otros, en su relacionamiento social. Pueden reconocerse inclinaciones a comportarse de forma introvertida o extrovertida, ser pesimista o ser optimista, ser audaz o ser tímido, ser reflexivo o ser impulsivo, o similares.

  • En referencia a su condición moral, por el juicio general, en referencia a su comportamiento correcto, incorrecto, incluso delictivo; alguien es “un caballero”, “una gran señora”, “un sinvergüenza”, “ un estafador”.

  • En referencia a su alto grado de conocimientos o su notoriedad pública, por el juicio general, en referencia a que su capacidad intelectual, su gran experiencia, su condición de virtuoso en un arte, su amplio conocimiento de una ciencia, o su destaque en alguna actividad de interés público, lleva a que se le considere como “una personalidad” en su área de actividad.


La personalidad puede considerarse desde el ángulo psicológico, como la conciencia individual de constituir un ser en el cual ocurren las sensaciones, las ideas, las emociones; y de ser una individualidad distinta del mundo externo y de los demás individuos.

En este sentido, la primera manifestación de la toma de conciencia acerca de la propia realidad individual, la constituye la distinción de las sensaciones que provienen del propio cuerpo, y el reconocimiento de esa existencia corporal; que se produce en los procesos iniciales del desarrollo intelectual del niño.

La conciencia del Yo se va integrando progresivamente, a partir del reconocimiento de la base física del ser personal, con el conjunto de sensaciones que informan de la propia dinámica corporal — las llamadas sensaciones kinestésicas — mediante la incorporación de la memoria del propio ser que nos permite reconocernos como la misma persona que en el pasado realizó determinadas cosas o se encontró en determinadas situaciones; así como percibir la propia ubicación en un ambiente familiar o social; y la formación de un proyecto del propio ser hacia el futuro.

También puede analizarse la personalidad en relación a la exteriorización que cada individuo hace de sí mismo en su vida de relación social; en cuanto asume determinadas formas de conducta que guardan una cierta correlación con caracteres inherentes a su propia persona, y que la experiencia permite encasillar en determinados tipos o categorías, que guardan alguna forma de similitud entre ellas.

De todas maneras, a pesar de que en cierto modo puede decirse que la personalidad propia reside en los otros, en la imagen que los demás se forman de uno mismo, ese concepto de la personalidad está conformado por elementos que son intrínsecos a cada individuo; que en último — grado en su total autenticidad o en alguna medida disfrazados por lo que cada uno trate de proyectar en los demás como imagen de su persona — son lo que determina la personalidad como imagen. Evidentemente, aún lo que una persona trata de proyectar, procurando disimular o modificar su personalidad real, forma parte de su propia internalidad y está en función de concepciones que le son propias.


Coloquialmente se habla de personalidad en referencia a la firmeza y solidez del carácter propio. En este aspecto, se dice que alguien “no tiene personalidad” para indicar que es facilmente influible por opiniones y consejos de otros; que no tiene una sólida percepción racional y propia de las condicionantes y conductas a asumir; que es variable en sus actitudes y modos de pensar, lo que revela que en realidad no los tiene suficientemente asentados en su pensamiento.

Asimismo que habla de “desarrollar la personalidad”, con el alcance de emprender un programa sistemático y sostenido que conduzca a un individuo a afirmar plenamente un conjunto de rasgos propios de su persona, en todos sus aspectos (gustos, modos de pensar, capacidad para elegir, etc.), perfeccionamiento, modificación, educación del modo de ser.


Integran la personalidad componentes físicos y componentes psicológicos. Los primeros tienen innegable importancia, pero lo que más define la identidad de cada individuo son los componentes psicológicos. Entre éstos existen algunos elementos heredados, y otros que pueden considerarse propios, como elementos congénitos; pero también influyen las condiciones adquiridas ya sea en forma involuntaria como las adquiridas deliberadamente, que son elegidas libremente.

Por condiciones adquiridas involuntariamente, se entienden los caracteres resultantes del ambiente social y familiar, y por vía de la educación.

Las condiciones adquiridas voluntariamente, son las que provienen de las actividades propias de carácter cultural y de las decisiones voluntarias acerca de su propia persona.


Son factores dinámicos, porque evolucionan a lo largo de su vida; pero al mismo tiempo mantienen una identidad como sistemas psico-físicos propios del individuo.

Siguiendo a Gordon Allport, puede señalarse que la personalidad es un sistema neuropsíquico inserto en el individuo, que se caracteriza por ser un sistema abierto a la influencia de factores materiales y energéticos externos, que producen en él estados duraderos por lo que, en consecuencia, incorporan permanentemente nuevos elementos de ordenamiento interior, cada vez con mayor complejidad.

  • Los intercambios de estímulos y reacciones de respuesta entre la conciencia individual y el mundo externo, resultan ser un elemento indispensable para comprender el funcionamiento de la personalidad.

  • La llamada homeostasis, está estrechamente ligada a los procesos del aprendizaje y la motivación, en cuanto consiste en que el ingreso a la conciencia individual de estímulos externos, acumula en la personalidad elementos que van modificándola de alguna manera; tendiendo a que se conforme un nuevo estado de equilibrio a partir de la incidencia de esos factores que se reciben, sobre la situación preexistente de la conciencia. En consecuencia, en cierta medida el devenir externo condiciona y modifica — sea por su aceptación como por su rechazo — el ser de la personalidad.

  • La modificación del orden de la personalidad, es un efecto de más largo plazo que la inmediata recomposición del equilibrio producido por la homeostasis; en la medida en que con el transcurso del tiempo, la personalidad se modifica incorporando de manera permanente nuevos componentes, como por ejemplo objetivos de vida, que normalmente no son resultantes de un único impulso exterior, sino de su acumulación y elaboración reflexiva o inconsciente.

  • La interacción con el medio, es una resultante de todo lo anterior, en la medida en que aunque en gran medida la personalidad es un sistema que puede funcionar internamente al individuo, también produce una proyección de sí misma, y de sus modificaciones, sobre el ambiente exterior; sobre todo en el medio social en que se desenvuelve el agente. Proyección que puede generar influencias en los presentes en ese medio (lo cual se percibe claramente en el caso de los líderes y de las personas dotadas de “carisma”); del mismo modo que puede retroalimentar en el propio sujeto emisor, dando origen a respuestas que a su vez generan una nueva homeostasis.

Actualmente, las investigaciones habilitadas respecto de los procesos eléctricos y químicos de la fisiología del cerebro, han permitido conocer con un alto grado de certidumbre los factores filogenéticos implicados en el comportamiento; y los procesos inhibitorios y desinhibitorios que a nivel neurológico operan sobre las estructuras denominadas superiores y sobre las denominadas inferiores, que determinan diversos tipos de conducta tanto frente al mundo exterior como al interior de la personalidad; habilitando especialmente a la psicología y la psiquiatría médica, así como a la neurología, el estudio de la personalidad y especialmente de sus alteraciones patológicas conocidas como trastornos de la personalidad.

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Proceso de formación de la personalidad.

La personalidad de cada individuo humano — en cuanto él constituye un ser absolutamente peculiar y diferenciable de todos los restantes integrantes de su especie — está compuesta de un conjunto de elementos altamente integrados entre sí, que funcionan de una manera coherente. Cumplen diversas funciones en el comportamiento y en la intimidad de su conciencia de sí mismo; que en definitiva dan por resultado una estructura que opera como una unidad específica que conforma su personalidad.

No es posible saber si en el momento de su nacimiento, el individuo humano porta algunos elementos que puedan considerarse configurativos de un componente de personalidad. Cabe admitir — especialmente a medida que progresan los estudios acerca de la genética — que es muy posible que, de la misma manera que ocurre con muchos otros componentes de su ser (que incluyen factores tales, como por ejemplo la propensión a ciertas enfermedades), al menos algunos factores de su personalidad se encuentren contenidos en la herencia; o sean resultantes de la combinación de componentes genéticos de los progenitores. La psiquiatría admite que ciertas conformaciones patológicas de la personalidad puedan tener componentes hereditarios; aunque también pueden influir en ello componentes derivados del desarrollo de la personalidad en la convivencia con sus ascendientes o con otras personas del ambiente familiar o social, durante su edad temprana.

De cualquier manera, puede afirmarse con certeza que en la estructuración de la personalidad intervienen, de manera diversa y en buena medida aleatoria, componentes que provienen de un fondo hereditario — genético, por tanto — y componentes que provienen del medio ambiente, considerando éste no tanto en su aspecto físico como en cuanto al medio social que rodea al individuo durante las distintas etapas de su crecimiento y maduración, así como las experiencias que vive y sobre todo los procesos educativos formales e informales que realiza, principalmente — pero no exclusivamente — en los primeros años de su vida.

El sostenido avance de la investigación científica en torno a la genética, y el progreso realizado por el proyecto del genoma humano, al mismo tiempo que conduce a ciertas conclusiones positivas en cuanto a los factores hereditarios, delimita aquellos factores que no es posible asignar a este origen. En función de tales desarrollos, la separación de las tendencias “genetista” y “ambientalista” acerca del origen y estructuración de la personalidad — que tuvo un importante impacto en las concepciones doctrinarias del Derecho Penal y la eventual existencia de sujetos con propensión estructural al delito — ha ido cediendo terreno en favor de una concepción más bien “complementarista”, que al tiempo que reconoce la coexistencia de ambos factores, deberá aplicarse a cuantificar adecuadamente la incidencia de cada uno de ellos.

De todos modos, los progresos realizados en épocas recientes en los ámbitos de la psicología, y la psiquiatría especialmente en relación a los transtornos de la personalidad —particularmente en el denominado trastorno de la personalidad antisocial (TPA) — habilitan a la criminología moderna a considerar la instrumentación de medidas dirigidas a prevenir diversos tipos de delitos vinculados a la personalidad patológicamente agresiva o a la ya de antiguo denominada locura moral, o incapacidad para percibir adecuadamente los valores que deben ser preservados para la convivencia en la sociedad.


En la medida en que se admita que por lo menos algunos componentes de la personalidad tienen un origen genético, podrá concluirse que en el mismo momento de producirse la fecundación del óvulo materno, e integrarse plenamente la cadena del ADN del nuevo individuo, en él se encuentran presentes esos componentes de su personalidad; al tiempo que comenzará el proceso continuado — y en cierto modo indefinido — de integración de esa personalidad a partir del agregado de los componentes emanados de su interacción con el mundo exterior.

El desarrollo intrauterino — promedialmente de 270 días — significa para el nuevo ser un ambiente relativamente aislado, donde sus funciones fisiológicas, a medida que van diferenciándose, se cumplen a través del organismo de su madre. En cierto momento, es razonable considerar que la diferenciación del cerebro en el embrión, alcanza en cierto momento un grado que da lugar al surgimiento de ciertos elementos de conciencia de su propia existencia y de respuestas a los estímulos externos; que ya comienzan a conformar un componente de memorización, susceptible de influir en alguna forma en su futura personalidad.

El nacimiento — procesado a través del acto del parto — configura un cambio de extraordinaria importancia en cuanto al medio vital en que se desarrollara el feto. La propia circunstancia de que el parto se desarrolle por un proceso natural — que desencadena un evento de índole casi catastrófica respecto del estado anterior del feto — o por procedimientos quirúrgicos eventualmente menos impactantes desde su punto de vista, puede ser un factor de cierta trascendencia.

De todos modos, en psicología clínica se analiza el impacto de ese episodio como un cambio sumamente trascendental, desde un medio acuoso, casi silencioso y sin imágenes visuales variadas, hacia el medio aéreo, lleno de nuevos y estrepitosos estímulos sensoriales, (luz, sonido, temperatura, sensaciones táctiles, movimiento, ciclo fisiológico, etc.) y el proceso eventualmente doloroso y de dificultades vitales del tránsito vaginal hacia el nacimiento; denominándolo “trauma de nacimiento”.

En el momento del nacimiento, es indudable que el individuo humano posee desde ya ciertos elementos heredados, algunos de los cuales constituyen meras potencialidades pendientes de un ulterior desarrollo. Ciertos factores físicos que son indudablemente producto de su conformación hereditaria, aparecen claramente visibles; tales como sus rasgos anatómicos, el color de su piel o de sus ojos; mientras que otros habrán de desarrollarse — más o menos tempranamente — en función de su maduración neurológica y muscular, como el habla y el desplazamiento bípedo. Acerca del grado en que el desarrollo de tales habilidades es espontáneo o resulta de alguna forma de aprendizaje, suele mencionarse algunos ejemplos de niños “salvajes” o “niños lobos”, que — se indica — no las desarrollaron, por lo menos hasta que fueron inducidos a ello mediante un aprendizaje.

Entre esos componentes potenciales — generalmente para nada ostensibles en el momento del nacimiento o en su primera época de vida — se encuentran sus capacidades intelectuales; cuya evolución resulta más tempranamente ostensible cuando existen alteraciones del tipo del autismo o el síndrome de Down.

En general, se acepta que los primeros cinco años de vida de los seres humanos son los más importantes desde el punto de vista de conformar los elementos básicos de su personalidad. En ellos, el niño establece y consolida factores primordiales de su vinculación con el mundo exterior, y desarrolla sus primeras modalidades propias de acción y reacción con el medio social.

Es posible que ese período inicial se establezcan algunos componentes básicos, tanto de lo que puede considerarse una personalidad “normal”, como de aquella que se encuentre afectada por algunas alteraciones respecto de ese modelo.

En particular, ciertas experiencias vitales esenciales, transcurridas en este período, pueden pasar a integrar componentes fundamentales de la personalidad. Las condiciones de la alimentación — según que ella sea obtenida en forma segura y regular, y con adecuada calidad de componentes — puede ser uno de esos factores. Indudablemente, el ambiente familiar — según que provea los componentes de afecto, seguridad, protección, disciplinamiento, adquisición del concepto de los límites de la acción, oportunidades de desarrollo y expresión, seguridad en sí mismo, etc. — constituye un factor de importantísima trascendencia en la conformación de una personalidad equilibrada, bien socializada, emocionalmente estable; o lo contrario.

En ciertos aspectos, esos factores habrán de perdurar durante toda la vida ulterior del individuo; o en todo caso sólo podrán variarse hasta cierto punto, algunos de ellos. Las carencias del desarrollo físico provenientes de una alimentación demasiado pobre en proteínas y componentes minerales, durante la época de desarrollo del sistema óseo y neurológico, difícilmente podrán ser corregidas ulteriormente.

No parecen carecer de cierto fundamento científico las opiniones de algunos estudiosos del tema, que han vinculado el surgimiento de las primeras civilizaciones más avanzadas al hecho de que se tratara de pueblos en cuya alimentación pesaban de manera importante componentes como el trigo (la “media luna de las tierras fértiles”, Egipto) o el maíz (México, Perú); así como destacan al mismo tiempo las limitaciones intelectuales generalizadas de los pueblos o los estamentos sociales que no disponen de una alimentación suficientemente rica y equilibrada en sus primeros años de vida.

Obviamente, la percepción de que tales factores originan diferenciaciones estructurales en la conformación tanto física como intelectual, no solamente con alcance individual sino eventulmente respecto de toda una comunidad étnica o de radicación geográfica, no configura una actitud de discriminación racial o social; sino el mero reconocimiento de una situación de la realidad, de hecho, a la cual, en todo caso y en vez de asumir una actitud de mera negación, será pertinente procurarle correctivos en la medida de lo posible.

Reiteramente se ha señalado la importancia del amamantamiento materno de los bebés hasta un tiempo adecuado; no solamente desde el punto de vista alimenticio e inmunológico, sino también en función de su incidencia sobre el equilibrio afectivo del niño. Otro elemento interesante, es la vinculación generalmente aceptada que existe entre el notorio incremento de la talla promedial en algunos países europeos luego de la Guerra Mundial II, con el importante mejoramiento de las prácticas nutricionales de los niños.

No obstante, es evidente que el proceso de conformación de la personalidad tiene una etapa de intensa estructuración mucho más allá de ese período de los cinco años iniciales.

Especialmente a partir de los primeros cinco años, en los casos en que la actividad formativa se desenvuelve conforme a lo que debe considerarse la norma, el proceso educativo asume un papel primordial en la conformación de la personalidad, a través del desarrollo del componente intelectual y crecientemente racional. La educación primaria — transcurrida entre los 5 y los 12 o 13 años — provee de un conglomerado de desarrollos intelectuales primordialmente instrumentales: el perfeccionamiento del lenguaje, la adquisición de las capacidades de la lectura y la escritura y su asociada la expresión oral y escrita cada vez más autónoma; unida a una socialización extrafamiliar determinada por la integración disciplinada a una organización jerarquizada por la existencia de una autoridad externa, legitimada y aceptada. A ello, se agregan componentes de desarrollo intelectual más afinado — como las generadas por los conocimientos aritméticos y geométricos iniciales — y la inserción nacional emergente del conocimiento histórico, geográfico y cultural, también primarios.

Es indudable, sin embargo, que en las décadas recientes esos factores han soportado diversas circunstancias adversas. El predominio adquirido por los sistemas educativos informales, tales como los medios de comunicación masiva audiovisuales — especialmente la televisión, con su elevado porcentaje de dedicación temporaria, especialmente por los niños y jóvenes — ha debilitado en alto grado la incidencia de la lectura y la escritura y consiguientemente la expresión autónoma como medios de adquisición de conocimientos y de pautas de conducta.

Factores como la creciente incapacidad expresiva en su propio idioma, la pobreza extrema del vocabulario y especialmente de sus formas de expresión idiomática más sutiles, la desastrosa ortografía; son resultado de esos factores; así, como de ciertas concepciones pedagógicas supuestamente inclinadas a facilitar la espontaneidad. Todo lo cual, sin ninguna duda, incide directamente en el empobrecimiento de los matices y potencialidades de la personalidad, especialmente en las nuevas generaciones.

La adolescencia — y la pre-adolescencia — constituyen, sin lugar a dudas, uno de los períodos de la vida más trascendentales para la consolidación de la personalidad. A partir de los 13 o 14 años, el proceso de maduración intelectual y fisiológica — la pubertad — conduce a la consolidación de los componentes innatos y adquiridos, que culminan la estructuración de la personalidad en su condición más firme y duradera. Aunque la propia configuración de algunos de esos componentes podrá determinar en el futuro — y a lo largo del resto de la vida — alguna medida de variaciones, reajustes y adiciones que, en definitiva, podrán incorporar matices y enriquecimientos, pero dificilmente modificaciones importantes de su estructura fundamental.

Por esta misma circunstancia, se hace mucho más necesario el cuidado de la índole y la calidad de los contenidos educativos — formales e informales — y de las circunstancias de experiencia vital. Las condiciones históricas imperantes en muchos países — especialmente de América Latina — a partir de la finalización de la Guerra Mundial II, han determinado la intensificación de la incidencia del uso de los sistemas educativos institucionales, tanto formales como informales, en función de inducir en el proceso de formación de las personalidades juveniles, determinados efectos negativos; ya sea en forma intencional y organizada, o como derivación de las políticas de contenidos aplicadas en función de supuestos resultados de rentabilidad y “marketing” de los medios de comunicación masiva.

A medida que los jóvenes avanzan desde los 13 años hacia la plena adolescencia y primera juventud, el proceso de su receptividad educativa — formal e informal — les va poniendo en contacto con componentes cada vez más sustanciales de la vida de relación y de la maduración intelectual de su personalidad. El proceso fisiológico de la pubertad, incorpora a su desenvolvimiento íntimo como a su vida de relación, un componente de especial trascendencia; que sin duda se constituye en un foco de atención altamente competitivo con otros elementos necesarios de su formación personal, especialmente en el plano intelectual y moral.

En este sentido, puede decirse sin riesgo de error grave, que a través de los insumos vitales e intelectuales provenientes del sistema formal de educación, y de los medios de comunicación social, adquiridos en la adolescencia, se consolidará la personalidad, definitivamente; o casi.

En la etapa adolescente, la personalidad incorpora generalmente algunas pautas de inquietud íntima y de comportamiento social, que son resultantes del proceso de auto-afirmación de la identidad; los cuales suscitan situaciones de enfrentamiento con los sistemas de valores y con los sistemas institucionales establecidos de la sociedad. Esa impropiamente llamada “rebeldía juvenil”, no constituye por sí una situación valorable ni aceptable; sino una expresión de un mayor o menor grado de inadaptación al proceso de consolidación de la personalidad; que los propios jóvenes deben ser capaces de entender, y que normalmente está destinada a ser superada a medida que avancen hacia la madurez, por lo que es profundamente indeseable que sea ocasión de situaciones irreversibles.

Desgraciadamente, existen en la sociedad actual numerosos elementos — algunos de ellos absoluta e injustificablemente deliberados — que conducen a exaltar como valiosa, a reforzar y a menudo a explotar esa situación inapropiada y temporaria de la etapa de formación de la personalidad en la edad adolescente. Esas actividades propician desde la inducción al desmesurado consumismo económico (“modas”, “marcas”, “ídolos” musicales o deportivos, etc.) hasta la captación ideológica; pasando por la presentación de la violencia y de la promiscuidad sexual como conductas “naturales”; la generalización de tatuajes, como signo de “compromiso”; la “militancia” y la “lucha” como actitudes valorables y hasta “heroicas”, el consumo del tabaco, las bebidas alcohólicas o las drogas psicotrópicas, como actividades “divertidas”; o la degradación del lenguaje hasta los últimos extremos de lo soez, como un componente de la “identidad generacional”.

En algunos desdichados casos, el deslizamiento de los jóvenes en seguimiento de tales incitaciones, los lleva a situaciones tan lamentables como el abandono de sus responsabilidades de estudio; el abuso de las posibilidades económicas de su familia; la incapacidad de sostener un trabajo estable; la indisciplina, la subversión y aún el delito; el uso irracional de vehículos a altas velocidades, la drogadicción; la promiscuidad sexual con las frecuentes consecuencias de la maternidad prematura, la irresponsabilidad paternal, las aberraciones sexuales o la contracción y difusión de las enfermedades venéreas o el SIDA; sin contar con los que pasan a ser los lamentables “héroes”, fallecidos, de los radicalismos políticos.

Todo lo cual parece un catálogo truculento y exageradamente catastrófico; pero debe reflexionarse serenamente sobre ello, contraponiéndolo a la situación de los jóvenes que, a partir de una personalidad estable y sólidamente integrada en la sociedad, efectúan exitosamente sus estudios, se incorporan adecuadamente a la vida económica de la sociedad, constituyen una pareja estable sobre la base del amor y del respeto, y analizan las circunstancias sociales y políticas de su país con solvencia y ecuanimidad.

Frente a esas situaciones de verdadero peligro para la formación de una personalidad equilibrada, el grado de desarrollo de una intelectualidad crítica propia, basada en la intensificación de la capacidad de análisis racional y — sobre todo — fundado en la posesión de un adecuado grado de conocimientos sobre las cuestiones fundamentales; es el único instrumento idóneo para contrarrestar la incidencia de los enfoques deliberadamente deformados — a veces involuntariamente resultantes de las deformaciones ideológicas previamente inducidas en los propios educadores — en las actividades de educación formal.

Del mismo modo ocurrirá respecto de los contenidos de los medios de comunicación social, determinados frecuentemente por agentes que actúan sin respetar la objetividad en cuanto a la elección y presentación de sus contenidos; o sin establecer debidamente y en forma explícita el carácter editorial de los mismos.

En este sentido, una de las mejores expresiones de la inteligencia, ha de consistir en desarrollar la atención y la habilidad de discernir, en todas las expresiones sobre asuntos de trascendencia vital — filosóficos, históricos, políticos, ideológicos, doctrinales, religiosos, éticos, corporativos, económicos, publicitarios, propagandísticos, etc. — los componentes implícitos. Es decir, aquellos elementos que no se explicitan, que se dan implícitamente como indiscutibles, axiomáticos; pero que constituyen en realidad la médula del contenido que se trata de implantar en los destinatarios de esas expresiones, y que lejos de ser incuestionables son en sí mismos esencialmente discutibles.


El desarrollo de la personalidad, en cuanto es un proceso vital ininterrumpido, prosigue a lo largo de las alternativas vitales, con diversos matices, en forma continuada.

Generalmente, se sitúa el fin de la adolescencia en torno a los 21 a 25 años, en que se completa la etapa educativa; no solamente de integración social y cultural, sino frecuentemente de habilitación profesional que provee un medio de autosuficiencia económica. En un momento variable según las circunstancias personales, ingresa a la etapa de adulto, frecuentemente se consolida una pareja estable y se constituye una familia, se emprende una carrera profesional, comercial o de otra índole y se trata de cumplir en ella etapas de creciente desarrollo y mejor posicionamiento.

Se produce un afianzamiento cultural, frecuentemente autodidáctico, se desarrollan los gustos personales y las actividades de auto-realización, se producen integraciones en grupos sociales afines (clubes, asociaciones deportivas, etc.); todo lo cual — más las otras circunstancias vitales — de alguna manera refuerzan los rasgos de la personalidad o eventualmente los modifican, aunque dificilmente de manera total.

Los casos más notorios en ese sentido, son precisamente aquellos de quienes en su comportamiento juvenil han asumido posiciones extremas, radicales, excesivamente idealistas; a quienes el devenir de su vida en madurez los “aburguesa” moderando ampliamente aquellos extremismos, a menudo insertándolos en el disfrute de buenas posiciones económicas y del prestigio social, del éxito mediático o político, etc.; circunstancias reveladoras de que en realidad aquellas actitudes juveniles eran meras expresiones de la ansiedad por alcanzar tales posiciones.

Esto es muy visible y notorio, especialmente, en personalidades cuya actividad era en sí misma ajena en su contenido y en su profundización conceptual o técnica, a los temas sobre los que asumían actitudes radicalizadas y de protagonismo; aplicando una de las técnicas más insidiosas de la propaganda, el llamado “testimonial transfer”, consistente en valerse del prestigio ganado en un área para pretender solventar autoridad en otra totalmente distinta: desde la pasta dental recomendada por el astro del fútbol, hasta el candidato político recomendado por el músico exitoso, el literato célebre, o el galán de los teleteatros.

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Componentes de la personalidad.

En carácter de componentes de la personalidad, se señalan:

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Tipología de la personalidad.

Una tipología es un ordenamiento y clasificación sistematizada de diversos elementos correspondientes a una misma categoría, que por lo tanto participan de una cualidad común pero tienen propiedades, especificidades o graduaciones diferenciales y en cierto modo características — por lo que responden a diversos tipos — de forma de reunirlos en agrupamientos típicos, preferiblemente siguiendo una secuencia progresiva en base al factor o carácter, que determina su diferenciación; realizada especialmente con fines de exposición y estudio.

En el caso, una tipología de la personalidad trata de establecer una cantidad limitada de tipos, en los cuales puedan insertarse con el mayor ajustamiento posible, las características que presentan la enorme variedad de personalidades individuales. Esta clasificación facilita tanto la comprensión de sus cualidades como la predictibilidad de sus comportamientos.

Los criterios para tipificar las personalidades, han de referirse a ciertos componentes no excesivamente individualizadores; motivo por el cual la mayor parte de las tipologías de la personalidad se atienen a aspectos generales y relacionados con componentes biológicos y psicológicos, de índole temperamental. La indudable especificidad que poseen los individos humanos hacen difícil tipificar sus variadísimas personalidades; y reducen el campo de la tipología a algunos aspectos principales de los comportamientos, y ateniéndose a solamente algunos de los elementos que integran la personalidad.


Se atribuye a Hipócrates — contemporáneo de Sócrates y acreditado como el padre de la medicina — haber realizado lo que puede considerarse como la más antigua de las tipologías de la personalidad humana.

Siguiendo la concepción de Empédocles acerca de la integración del cosmos con los cuatro elementos (aire, tierra, agua y fuego), Hipócrates sostuvo que esos cuatro elementos estaban contenidos en el microcosmos del hombre, en forma de humores (algo así como jugos, que posteriormente algunos equiparan a las secreciones endócrinas); y que el predominio de alguno de ellos determinaba el temperamento de cada individuo:

Elemento
Aire

Tierra
Fuego

Agua

Propiedades
Caliente y húmedo
Frío y seco
Caliente y seco
Frío y húmedo

Humor
Sangre

Bilis negra
Bilis amarilla

Flema

Temperamento
Sanguíneo

Melancólico
Colérico

Flemático

Lo cierto es que, pese a su antigüedad, por lo menos las denominaciones de los temperamentos establecidas por Hipócrates hace 24 siglos, siguen siendo empleadas como caracterización de ciertas personalidades, especialmente a nivel de la terminología corriente y aún la literaria.


Una de las tipologías más empleadas — entre muchas que existen — es la desarrollada inicialmente por Heymans y Wiersma, a menudo mencionada simplemente como tipología de Heymans.

Esta tipología se fundamenta en que las conductas estarían determinadas por dos tipos de factores que se presentan en dos grados:

  • La emotividad — consistente en la mayor (primaria ) o menor (secundaria) repercusión emocional del sujeto ante un acontecimiento.

  • La actividad — consistente en la mayor (primaria ) o menor (secundaria) inclinación del sujeto a responder a un estímulo mediante la acción.

A la vez, los sujetos que presentan los rasgos indicados en forma primaria son variables o volubles; en tanto que los presentan en forma secundaria son constantes y organizados.

Estos rasgos se combinan dando lugar a ocho personalidades típicas:

Rasgos de personalidad
Emotivo-Activo-Secundario
Emotivo-Activo-Primario
Emotivo-no Activo-Secundario
Emotivo-no Activo-Primario
no Emotivo-Activo-Secundario
no Emotivo-Activo-Primario
no Emotivo-no Activo-Secundario
no Emotivo-no Activo-Primario

Temperamento
Apasionado
Colérico
Sentimental
Nervioso
Flemático
Sanguíneo
Apático
Amorfo

  • Otro rasgo de la personalidad que se considera, es la retentividad — consistente en el grado en que las experiencias pasadas inciden en la conducta; de manera que el retentivo primario atiende intensamente a las imágenes, recuerdos y pensamientos anteriores, en tanto que el retentivo secundario prescinde facilmente de esos antecedentes y se adapta con mayor facilidad a los cambios y a las situaciones nuevas.


Otra tipología de la personalidad muy utilizada, es la presentada por el psicólogo alemán Krestschmer, en 1921; en que vincula el aspecto físico y biológico con tres tipos morfológicos de características definidas en su personalidad, y que tiene indudable similitud con los tipos de temperamento antes relacionados:

  • El tipo leptosomático — de aspecto físico delgado, predominantemente vertical, de hombros estrechos, cuello largo, rasgos faciales angulosos, piel seca, aspecto anémico y escaso peso. Psicológicamente, presentan una personalidad indiferente, con escasa capacidad afectiva, actitud taciturna, excesiva susceptibilidad, tendencia a la irrealidad y a una vida mental íntima imaginativa. Son personalidades de tendencia esquizoide, que tienen cierta propensión a vicios del tipo del alcoholismo.

  • El tipo Pícnico — con importantes componentes horizontales en su aspecto físico — estatura mediana, rostro ancho y blando, cuello corto y macizo, vientre abultado, hombros con tendencia a caer hacia adelante. Su personalidad es sociable, satisfechos de sí mismos, buen organizador, de afectividad insegura y variable, inclinados a asumir posiciones extremas, propensos a rápidos cambios de estado de ánimo. Son personalidades de tipo paranoide, con cierta propensión a caer en psicosis maníaco-depresivas.

  • El tipo Atlético — cuya presentación física es de estatura mediana a mayor, hombros fuertes y espalda plana, tórax voluminoso, vientre plano y terso, cuello relativamente largo pero grueso y fuerte, miembros y cuerpo musculoso y con buena tonicidad muscular. Son personalidades estables, equilibradas y tranquilas, a la vez lentos y tenaces en su accionar, de temperamento analítico pero escasamente imaginativos, de buena inteligencia racional, con ideas definidas, orientaciones firmes a la vez que prudentes, expresividad mesurada, concreta y precisa. Son personalidades sin tendencias esquizoides ni paranoides; pero que pueden tener predisposición a la epilepsia.

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Maduración e inmadurez de la personalidad.

La personalidad humana es necesariamente evolutiva, si bien no en forma exclusiva, por lo menos en forma predominante con diversas etapas del desarrollo biológico, que es connatural al crecimiento.

En un sentido más amplio, puede considerarse que la maduración de la personalidad tiene lugar cuando se alcanza la integración armónica y equilibrada de los diferentes aspectos de la personalidad en todas sus dimensiones; la orgánico-biológica, la psicológico-espiritual-social en los planos intelectual, afectivo y de la interrelación con el medio social.

Sigmund Freud consideró que la persona madura es aquella capaz de amar y de trabajar. Gordon Allport describe seis características de una personalidad madura, que identifica con la edad adulta.

En cierto modo, puede considerarse que cada una de las grandes etapas de la vida humana (lactancia, niñez, adolescencia, edad adulta), tienen en sí mismas un ciclo de iniciación y un proceso de maduración; que salvo en la primera de ellas, se fusiona con la iniciación del siguiente.

En ese sentido, Erik Erikson, en su libro “Infancia y sociedad” menciona la existencia de un estado de madurez que es aplicable a cada etapa del desarrollo del ser humano; y considera que en la vida existen ocho etapas:

  • En el período inicial de lactancia, que puede considerarse sea el primer año de vida, el ser humano, que necesariamente se desarrolla en un ambiente social, atraviesa una crisis de índole psico-social, que se manifiesta en una primaria actitud de desconfianza hacia el medio externo, que va transformándose paulatinamente en confianza hacia el medio más cercano, y gradualmente ampliándose hacia medios sociales más amplios. Por lo que puede considerarse que la maduración de la personalidad del lactante y del niño de muy corta edad, se produce en el momento en que adquiere un sentido básico de confianza y percibe que lo que recibe del medio que lo rodea no es amenazador, y va sintiéndose crecientemente seguro.

  • En la segunda etapa, de bebé, el niño debe obtener cierto grado de autonomía que le permita valerse por sí mismo; los padres deben darle cierta libertad y evitar sobreprotegerlo, sin incurrir en exceso de permisividad, al mismo tiempo que evitar burlarse de él, lo cual puede determinar que se avergüence y se intimide, retrayéndose en su desarrollo.

  • En la tercera etapa: “edad del juego”, el niño presenta un proceso acelerado de conocimiento del mundo que lo rodea, siendo el juego un proceso de aprendizaje y de desarrollo de su motricidad. Es la edad de la curiosidad y las constantes preguntas, en lo cual es preciso permitirle que tome la iniciativa y procurar responderlas en forma sencilla, accesible, pero sustancial.

  • En la cuarta etapa, “edad escolar” el niño comienza su desarrollo intelectivo, al mismo tiempo que perfecciona su motricidad y su destreza. Su actividad en asociación con otros niños, inicia un proceso de socialización en el cual aprende principalmente a considerar los límites admisibles al comportamiento en situación igualitaria, sin los “privilegios” de que gozaba en el medio familiar.

  • La quinta etapa, la adolescencia coloca al joven en un proceso de estructuración interna y externa de su propia identidad individual; en el cual una cierta turbulencia interior le suscita inclinaciones a buscar exteriorizar diferenciaciones formales como medio de mostrar su condición de persona autónoma de los restantes. Al mismo tiempo suele incurrir en conductas contradictorias con eso, de “mimetización” (adoptando y cambiando facilmente “modas” diversas, y tratando de ponerse a la vanguardia en su cambio por otras).

    En ese proceso de auto-afirmación desarrolla una tendencia a alejarse de las anteriores referencias formales (la familia, el centro educativo, los núcleos sociales); pero al mismo tiempo, en la búsqueda de supuestas nuevas referencias y modelos desarrolla la tendencia a imitar líderes, y a erigir “ídolos” en manifestaciones a la vez muy intensivas pero cambiantes (lo cual frecuentemente es motivo de abierta comercialización, sobre todo en el campo musical). En ese mismo proceso de auto-afirmación y sustitución de referentes, las relaciones de amistad con personas del mismo sexo y edad adquieren gran importancia, que ocasionalmente pueden insinuar rasgos de homosexualidad.

  • La sexta etapa, de juventud — cuando se desenvuelve en condiciones de normalidad — conduce a la consolidación de los rasgos de la individualidad, estructura una orientación vital con espectativa de ser duradera (elección de una actividad económica y formación para ella), establece una afectividad heterosexual más firme con tendencia al establecimiento de una pareja de intencionalidad estable; y sobre todo genera una introspección sustancial y equilibrada.

  • La séptima etapa, del adulto consolida la orientación vital en el asentamiento de una actividad ocupacional, apunta al establecimiento de una familia y consiguiente constitución de sus fundamentos económicos y afectivos, lleva a asumir plena conciencia de las responsabilidades personales, a participar de manera racional en algunas actividades sociales; de manera que una personalidad equilibrada no es compatible con una actitud individual y socialmente vegetativa, ni tampoco exageradamente alejada de una adecuada atención de los objetivos propios y de su familia.

  • La octava etapa, de madurez plena implica el alcance de una situación de consolidación en el plano afectivo y de una actividad productiva, la estabilidad familiar y en el encuadramiento social, el logro de cierto nivel de conocimiento y reconocimiento en el medio, la posibilidad de encontrar un sentido vital propio inserto en la sociedad, en que la integralidad de la realización implica un supuesto de reciprocidad entre lo que se entrega y lo que se recibe, una progresiva satisfacción por lo vivido y lo realizado.

La madurez de la personalidad se logra cuando se alcanza un estado de equilibrio fundamental en el comportamiento, mediante un balance consciente de los componentes de la personalidad, en que la conducta es resultado de un intenso dominio intelectual y racional del individuo sobre sus reacciones, ante las distintas circunstancias que debe ir afrontando en toda su vida.

El rasgo fundamental de la madurez, en consecuencia, reside en el obrar racional y reflexivo aunque no indeciso, y especialmente en la sobreposición de la voluntad y la racionalidad sobre los apetitos y los instintos. Una conducta centrada en un plan de vida, un conjunto de ideales no utópicos y adecuadamente escalonados en el tiempo, en conformidad con las propias capacidades; y la percepción de la prioridad de proveerse de los medios adecuados para alcanzar los objetivos de vida, un grado de tesón y de tensión mesurado pero continuado, que conduzca a persistir en objetivos de mediano y largo plazo, sin dar preferencia al inmediatismo en los goces y en la disponibilidad de lo deseado.

La madurez necesariamente está relacionada estrechamente con la edad, en cuando ella permite adquirir experiencias. Pero también es posible beneficiarse de la experiencia y del conocimiento acumulado por otros, mediante el estudio, la observación y la reflexión racional; de modo tal de evitar incurrir en “salidas en falso” o en actividades que debiera advertirse que están fuera del alcance, y que necesariamente han de conducir a frustraciones.

Asimilar la frustración, aprendiendo a no adjudicar responsabilidades externas cuando la razón de las frustraciones reside en nuestras propias incapacidades, omisiones de esfuerzo sostenido, excesos de ambición o impaciencia, es una de las condiciones de la maduración de la personalidad.

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Trastornos de la personalidad.

Se denomina como trastornos de la personalidad un tipo de alteraciones psíquicas patológicas — o psicopatías — que importan apartamientos de lo que cabe considerar el estado de normalidad en la conformación de la personalidad; y que sin ingresar al área de las patologías terminantemente psiquiátricas, ponen de manifiesto frecuentes conductas individuales o de relacionamiento social, claramente anómalas.

El carácter netamente patológico de los trastornos de la personalidad consiste en la existencia estructural y permanente, de un patrón estable, e inflexible de comportamiento, que se pone de manifesto en una variedad de situaciones sociales y personales. Por lo tanto, los rasgos definitorios de los trastornos de la personalidad se dan en las personalidades normales, pero ocurren circunstancialmente respecto de episodios concretos u ocasionales; por lo cual no llegan a conformar un patrón permanente y característico de la persona.

La ocurrencia de actitudes o comportamientos de las personas, que presentan caracteres por lo menos afines a los factores que configuran trastorno de la personalidad, es una circunstancia a la que debe prestarse especial atención; tanto desde el punto de vista de la vida interior personal, como respecto del comportamiento de las personas con que se tiene relacionamiento, sea familiar, social o afectivo. Por cuanto, a pesar de tratarse de manifestaciones circunstanciales, revelan un tipo de inestabilidad primario de la personalidad, que puede tener diverso grado de intensidad y que, por lo tanto, puede manifestarse en forma incompleta - por inclinación de la persona a reprimirlos o porque no ha alcanzado un grado elevado de arraigo - pero que, de no evolucionar en un sentido de normalización de las conductas, puede conducir a su agravamiento o consolidación. Por lo tanto, prestar atención a los comportamientos de las personas con quien se tiene relación es muy importante, incluso a los efectos de determinar la conveniencia o inconveniencia de persistir en ese relacionamiento.

En tales condiciones, resulta importante el conocimiento básico de los indicadores de los rasgos propicios al desarrollo de un trastorno de la personalidad, y de esa forma estar en condiciones de formarse un criterio respecto a la condición de las personas con que trata en la vida corriente; de modo tal que permita evitar envolverse en situaciones conflictivas, involucrarse en relacionamiento cercano o permanente con quienes ostentan condiciones que conducirán a que esas relaciones resulten problemáticas e incluso peligrosas; y, en general, tener una percepción más lúcida de las personas con quienes se trata, ya sea en forma corriente u ocasional.

La realidad social exhibe una importante cantidad de casos de personas que tienen una fuerte tendencia a asumir comportamientos anómalos, sea en su actitud personal o en su relacionamiento en los medios sociales, familiar, educacional, laboral, deportivo, político, etc. Esos comportamientos anómalos no han de consistir necesariamente en conductas extremada y abiertamente lesivas de valores sociales o individuales; sino que en buena parte de los casos pasan por ser excentricidades quizá anodinas, o rasgos personales peculiares pero más o menos aceptables o tolerables.

Así ocurre con diversas actitudes o condiciones cuestionables; tales como la inclinación a la holgazanería, la banalidad de los intereses intelectuales o culturales, la irascibilidad, la marcada egolatría, la acentuada inconformidad, la ambición desmedida o la ausencia total de objetivos de vida, el fanatismo deportivo, ideológico o religioso, la rigidez, la intolerancia y la inadaptación a la convivencia en la vida de relación familiar, afectiva o laboral — especialmente en las relaciones de pareja — la desleatad y la autojustificación de conductas propias incorrectas reconocidas íntimamente como tales, la despreocupación por el futuro y la ausencia de un proyecto de vida, la ausencia de centros de interés en la vida intelectual o de relación o, al contrario, la unilateralización obsesiva y excluyente en uno determinado, la administración negligente de los medios económicos; y otras conductas similares, que en mayor o menor grado y con mayor o menor intensidad, se suscitan en forma bastante frecuente en la realidad de la sociedad, y que también son las que en gran medida tipifican a los personajes de ficción de la literatura o el drama.

En este último aspecto, resulta bastante obvio que las necesidades estructurales de las tramas de la ficción literaria - en la novela, en el cine e inclusive en las “telenovelas” - conducen a presentar personalidades de componentes patológicos, cuyo comportamiento resulte imbuído de rasgos anómalos, generalmente reñidos en mayor o menor grado con el respeto a los valores esenciales de la convivencia social; de manera de suscitar las situaciones conflictivas que conforman la trama y conducen al desenlace.

La circunstancia de que los trastornos de la personalidad no configuren psicopatologías francamente psiquiátricas así como que, desde el punto de vista clínico, el diagnóstico psiquiátrico de su existencia en un sujeto se fundamente en la condición de estructural y permanente de sus rasgos definitorios como determinantes de los patrones de conducta esencialmente predominantes de su comportamiento; no obsta a que esos patrones de conducta operen con diverso grado o intensidad de influencia en las personas y a que, en consecuencia, a pesar de que ello no sea determinante absolutamente predominante de su comportamiento, igualmente tengan una presencia que influye fuertemente, no solamente en su vida de relación sino también en el ámbito de su propia internalidad mental, intelectual y anímica.

Y, por lo tanto, ocurre que a pesar de que no se halle clinicamente configurada una personalidad afectada por uno — o varios — de los trastornos clínicamente categorizados como francamente psicopatológicos, la influencia aunque sea tendencial de dichos rasgos conduce a las personas a una condición psicológica y conductual incongruente, sea con los procesos lógicos del razonamiento, sea con el adecuado ajuste a los genuinos valores éticos, sea a una adecuada percepción de las condicionantes de la vida en sociedad, sea con una certera inteligencia (en el sentido de entendimiento) de las actitudes y orientaciones que habilitan la efectiva realización personal en los diversos ámbitos de la vida. Una situación que no solamente tiene repercusiones negativas en la vida individual o en los ámbitos del relacionamiento directamente personal, sino que se amplifica — y a menudo es deliberadamente explotada — en las actividades colectivas o multitudinarias, tales como las de índole deportiva, política, sindical o religiosa; lo cual redunda en graves alteraciones de la vida social.

Los estados patológicos de la psiquis, de que esas situaciones son resultado, generalmente no son tomados en consideración en la forma debida, por lo que, en la mayor parte de los casos no son diagnosticados en forma temprana, no son reconocidos por quienes los padecen — ni aceptados aún después de diagnosticados — no motivan la implantación de tratamientos terapéuticos, y sobre todo no son debidamente prevenidos en las etapas iniciales de su desarrollo. Se trata de las patologías psíquicas más frecuentes — aunque de diversos grados — que con frecuencia no quedan claramente de manifiesto hasta que dan origen a situaciones graves, como intentos de auto-eliminación o actos de grave violencia y aún de delitos.

En numerosos casos, las personas que padecen trastornos de la personalidad — o presentan en grado intenso algunos rasgos de esa anomalía — no originan episodios de la gravedad mencionada; y por lo tanto, conviven abiertamente en la sociedad. Si bien en muchos casos su actividad no excede de expresar conductas excéntricas — y en ciertos casos dan lugar a resultados que hasta suelen considerarse valorables, por ejemplo, en las artes — su presencia en el ámbito social no es indiferente en cuanto, especialmente algunos tipos de trastornos, suele estar en el origen de alteraciones en las relaciones de familia o de trabajo, así como también tienen especial trascendencia en la vida política de las Naciones, de lo cual existen abundantes ejemplos en la Historia y en la actualidad.

Sin embargo, una de las características más problemáicas que presentan las perturbaciones y los trastornos de la personalidad, consiste en que, entre los desarreglos de conducta que provocan, se destacan especialmente las desarmonías familiares, la irresponsabilidad e indisciplina en los ámbitos educativos y laborales, la inclinación a asumir actitudes reclamatorias o conflictivas ante insatisfacciones o frustraciones, el radicalismo ideológico o religioso y la adhesión exasperada a “causas” reivindicativas, la inconsistencia afectiva y la inclinación a la promiscuidad; y consecuentemente el ingreso a un ciclo perverso —en el cual a menudo se incorporan las drogadicciones — que profundiza, acelera y agrava la patología psíquica y puede llegar a convertirla en franca patología psiquiátrica.

En la escasa consideración que suele prestarse a las psicopatologías que — en diverso grado — se manifiestan en el comportamiento de quienes las padecen, especialmente en el ámbito de las relaciones sociales, se encuentra la causa de buena parte de las tensiones y conflictividad que afectan a las sociedades y los países en algunos órdenes de la vida social y política; y que a menudo se intenta resolver mediante tardías medidas punitivas, o se encaran como objeto de “políticas sociales”, e incluso hasta se evalúan, erróneamente, como justificado ejercicio de la libertad política.


La personalidad normal.

El punto de partida para el análisis de los trastornos de la personalidad, consiste en determinar el concepto de la personalidad normal.

A estos efectos, se considera que los rasgos caracterizantes de la personalidad son sus componentes de:

  • cognición — consistente en la forma en que el sujeto se interpreta a sí mismo, e interpreta a las demás personas y a los acontecimientos. Para ello, es un factor determinante el grado de inteligencia, considerado como la capacidad del individuo para percibir e interpretar adecuadamente la realidad de su vida personal y social, para lo cual es un presupuesto fundamental el grado de desarrollo intelectual, de conocimiento, de ejercicio de los procesos intelectuales y de socialización adquirido en las actividades educacionales, y las propias experiencias y condiciones estructurales personales.

  • Afectividad consistente la amplitud de los factores que determinan una respuesta emocional; el espectro de dichas respuestas (alegría, ira, decepción, indiferencia, entusiasmo, excitación motriz, amistad, afecto, amor, etc.); la adecuación de las respuestas a su causa; la intensidad y la duración de tales respuestas.

  • El control de los impulsos — capacidad de sujetar el comportamiento a evaluaciones y decisiones racionales, en vez de ejecutar las conductas en forma totalmente espontánea — e incluso dejándose llevar por los meros instintos —y sin una serena evaluación de sus consecuencias.

  • La actividad interpersonal — resultante del relacionamiento con las otras personas en los ámbitos de convivencia, sea familiar, educativo, laboral o simplemente social.

En base a esos componentes, la personalidad está constituida por rasgos de pensamiento, afectividad y estilos de comportamiento que, normalmente, se expresan en formas estables — o al menos, oscilantes dentro de parámetros limitados — a lo largo del tiempo y en forma coherente respecto de las situaciones de vida del sujeto.

Conforme a esos conceptos, algunos autores recientes definen la personalidad como "la organización dinámica de los diferentes sistemas psicobiológicos del individuo, que permiten una mejor adaptación, y cuya organización depende de la maduración neurobiológica, las experiencias interpersonales y afectivas, y la incorporación de normas sociales."

Cabe considerar como normal un prototipo de personalidad que — si bien desde el punto de vista de la psicología caracteriza y diferencia a cada persona del resto de las demás — se desenvuelve en el ámbito de su vida interna y de su vida de relación, ante los eventos internos y externos con que se contacta, mediante respuestas conductivas que, dentro de los márgenes de la libertad y la racionalidad, se ajustan a una correcta percepción de la realidad, son coherentes con los factores determinantes en su naturaleza, intensidad y duración, y se corresponden con las pautas de conducta y de valores requeridos por la convivencia en el seno de la sociedad.

La personalidad trastornada produce incapacidad funcional significativa tanto para el desenvolvimiento de la vida interna del individuo, como en su relacionamiento social, educativo, laboral, sexual, cultural, político y en todas las áreas de la vida.

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Tipología de los trastornos de la personalidad.

Para la categorización y tipificación de los las psicopatologías de la personalidad, los especialistas se atienen genéricamente al Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, de la Asociación norteamericana de psiquiatría, conocido como el DSM, al cual periódicamente se realizan actualizaciones, rigiendo actualmente el DSM-IV

El DSM-IV clasifica los trastornos de la personalidad en los siguientes grupos y tipos:

  • El Grupo A — integrado por la personalidad paranoide, la esquizoide y la esquizotípica; cuyos caracteres principales, muy someramente expuestos, son:

    • En el trastorno paranoide de la personalidad predomina una actitud de muy fuerte desconfianza y suspicacia en el relacionamiento personal y social; y de interpretación errónea de la realidad.

    • En el trastorno esquizoide de la personalidad existe en la persona una desconexión en las relaciones sociales y una gran restricción de la expresión de las emociones.

    • En el trastorno esquizotípico de la personalidad existe en la persona una actitud permanente de malestar en las relaciones personales, una distorsión de las funciones cognoscitivas o perceptivas y un comportamiento fuertemente excéntrico.

  • El Grupo B — integrado por los trastornos de la personalidad antisocial, borderline o limítrofe, histriónica y narcisista; cuyos caracteres principales, muy someramente expuestos, son:

    • En el trastorno antisocial de la personalidad existe una carencia de internación de los valores básicos de convivencia social normal, una ausencia de inhibiciones respecto de actos agresivos y violentos que conduce al desprecio por la violación de las reglas sociales.

    • El trastorno límite de la personalidad se caracteriza por una intensa inestabilidad en las relaciones interpersonales y en los afectos, una gran impulsividad en las actitudes, y una muy cambiante imagen de si mismo.

    • El trastorno histriónico de la personalidad se caracteriza por una fuerte inclinacón a una permanente búsqueda de protagonismo, actitudes dirigidas a llamar la atención sobre su persona, y a expresiones de emotividad exagerada. Es un comportamiento hasta cierto punto natural en los niños, cuya persistencia está vinculada a una falta de maduración de la personalidad.

    • El trastorno narcisista de la personalidad se caracteriza por una actitud de exhibicionismo, búsqueda de despertar admiración y envidia, autoconvencimiento de tener dones superiores y autocomplacencia en exteriorizarlos. La denominación proviene de un sujeto mítico, Narciso, que, considerándose poseedor de gran belleza, se espejaba en un estanque, y por acercarse demasiado terminó cayendo al agua y pereciendo ahogado.

  • El Grupo C — que comprende los trastornos de la personalidad por evitación, por dependencia y el obsesivo-compulsivo; y también un trastorno de la personalidad no especificado, en el cual las personas suelen ser ansiosas y temerosas. Sus caracteres principales, muy someramente expuestos, son:

    • El trastorno de la personalidad por evitación se carateriza por una gran reticencia al relacionamiento social, una autoimagen de falta de capacidades, hipersensibilidad a la crítica y a la frustración.

    • El trastorno de la personalidad por dependencia, tambén denominado como personalidad súcuba se caracteriza por una marcada inclinación a la sumisión y la búsqueda permanente de protección y cuidado.

    • El trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad se caracteriza por el predominio obsesivo y enfermizo por el ordenamiento o el perfeccionismo, por el exagerado cuidado y precauciones (p.ej. limpieza o desinfección) y por otros tipos de conductas persistentemente obsesivas o compulsivas (p.ej. a los juegos de azar).

    • El trastorno de la personalidad no especificado comprende fundamentalmente:

      • Cuando existe una característica básica de un trastorno de la personalidad concurriendo con características de varios otros trastornos de la personalidad, sin que predomine abiertamente un trastorno específico;

      • Cuando ostensiblemente existen rasgos indicativos de un trastorno de la personalidad, pero ese trastorno no está categorizado en la clasificación (p. ej., el trastorno pasivo-agresivo).

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Trastorno paranoide de la personalidad.

El trastorno paradoide de la personalidad es uno de los fenómenos más frecuentes de manifestaciones irregulares de la personalidad y la conducta; especialmente en los comportamientos paranoides por insuficiencia cultural (insuficiencia entendida no solamente en relación al conocimiento y educación, sino también a la integración en los fundamentos y valores estructurales de la entidad social).

La psicopatología paranoide es una psicosis que mueve al sujeto a una interpretación errónea de la realidad, y lo lleva a razonar en forma estrictamente lógica, pero a partir de tales falsas premisas; de lo cual el ejemplo clásico es la personalidad literaria de Don Quijote de la Mancha.

La personalidad paranoide se caracteriza por inclinarse a interpretaciones equivocadas de diversos factores y situaciones; generalmente por falta de capacidad cultural, y a menudo por una excesiva subjetivación emocional resultante de un exceso de autoestima que le imposibilita reconocer y aceptar los propios errores y responsabilidades. Esa incapacidad para percibir las realidades, sobre todo las complejas, tal cuales ellas son, no solamente es lo que determina el componente de dogmatismo en sus puntos de vista y de su intolerancia para los otros; sino que es determinante de que persista en sus interpretaciones incluso ante la absoluta evidencia de su error.

Una rasgo frecuente en la personalidad paranoide es la actitud de permanente desconfianza o prevención; una tendencia a considerar que las demás personas siempre están inclinadas a prevalecerse de su superioridad intelectual para obtener ventajas injustas o provechos indebidos; y en un sentido más amplio, que las estructuras jurídicas y sociales operan en su perjuicio en forma sistemática o deliberada.

Con mucha frecuencia este trastorno de la personalidad opera de manera enfocada o temática; de manera que las conductas no referentes al área temática afectada se desenvuelven dentro de los parámetros de la personalidad normal; lo cual, obviamente, dificulta la percepción del trastorno. Sobre todo porque otra característica que se da en estas personalidades es un nivel de habilidad superior al general para estructurar fantasías y una gran capacidad para mentir, exponer versiones falsas pero logicamente bien articuladas, y sostenerlas de manera muy terminante. Por esto mismo, ha sido frecuente que este tipo de personalidades alcanzaran notoriedad y en muchos casos hayan sido muy persuasivos, respecto de cuestiones de interpretación de la filosofía, de la Historia, o de la política; obteniendo importante respuesta concordante en la sociedad, en función del amplio predominio en ella de esos mismos factores de insuficiencia cultural.

La componente de fuerte autoconvicción dogmática y de impulso a imponer sus interpretaciones, lleva a actitudes de “fanatización”, o de “radicalización” sea con respecto a ciertas concepciones religiosas — frecuentemente al misticismo — o ideológicas; sea con respecto a adhesiones idolátricas a personalidades artísticas o deportivas, a hiperactivas “militancias” sociales, sindicales o políticas, o similares. Estas personalidades tienden a asociarse con quienes tienen similares características, e intervienen de manera importante en los fenómenos de multitud desorbitada, como ocurre en los incidentes en estadios deportivos o en las “movilizaciones” sindicales, en las “marchas” y en las asonadas civiles y políticas; y generalmente afloran facilmente al desbordarse con el estímulo de la ingesta de alcohol y drogas.

Precisamente, las personalidades paranoides, cuando se manifiestan de manera acentuada, suelen emprender actividades que racionalmente resultan utópicas, y que coloquialmente suelen calificarse de “quijotescas”.

Los ejemplos de estas alteraciones de la personalidad son reiterados a través de la historia y en la vida de las sociedades. En la época contemporánea, el caso más típico ha sido el de Adolfo Hitler, a causa de sus gravísimas repercusiones históricas. Sin embargo, también existen en tiempos mucho más recientes numerosas figuras, especialmente en los desenvolvimientos políticos de varios países latinoamericanos, cuyas actitudes evidencian la existencia del trastorno paranoide, que suele presentarse también en asociación con otros tipos de psicopatías de la personalidad; aunque también son notorios los casos de líderes que se asientan en la explotación de esas tendencias psicopáticas en vastos sectores de las poblaciones.

De tal manera, no solamente es posible advertir con bastante facilidad la actividad de individualidades de personalidad paranoide, de diversos grados, en la vida pública de las naciones; sino especialmente en la vida de relación corriente, a nivel de personas comunes, con una frecuencia muy alta aunque de intensidad variable.

En ese sentido, es frecuente apreciar actitudes reactivas ante las frustraciones, en comportamientos llamados “querulantes” (reclamatorios, protestatarios) dirigidas especialmente hacia los centros de autoridad. Una actitud típica, de esta clase, es la personalización política en determinados titulares de cargos de autoridad, atribuyéndoles la exclusiva “culpa” de situaciones económicas o sociales desafortunadas; y también la “sacralización” de otras personalidades a las que se asignan capacidades extraordinarias de que notoriamente carecen, fincando en que asuman autoridad, la solución voluntarista de todas las circunstancias negativas; y en las frecuentes reclamaciones anómicas de justicia.

Se aprecian reiteradamente estos comportamientos en personas que resultan inadaptadas a las subordinaciones normales a nivel familiar o laboral; son permanentemente invocativas de sus “derechos” y poco propensas a aceptar y acatar sus obligaciones; están permanentemente inclinadas a no disciplinarse dentro de las organizaciones o en actividades de convivencia como el tránsito vehicular en las ciudades, respetar el turno en una “cola”, etc. etc.

Un comportamiento típico de la personalidad paranoide por déficit cultural y educativo, es el fácil desencadenamiento de la agresividad verbal reactiva, especialmente ante expresiones que puedan implicar un juicio negativo hacia su persona — muchas veces sin que ello haya sido la intención del interlocutor, pero interpretado así con subjetiva susceptibilidad u “orgullo” — y asimismo la falta de tacto y de mesura en las apreciaciones negativas hacia otros, bajo la invocación de que son “la verdad”.

En la misma categoría se incluyen las actitudes de motivación por resentimiento — manifestación innominada de la envidia — que establecen como centro psicológico de imputación, en función de la tendencia maníaco-persecutoria del paranoide y de la simplificación vulgar de factores inherente a su bajo nivel cultural e intelectual, diversas entidades sociales o económicas a menudo genéricas; sean la “dirección”, “los profesores”, los “patrones”, “la policía”, “los políticos”, la “banca”, los “corruptos”, la “prensa”, el “imperialismo”, la “oligarquía” etc. Naturalmente, las personalidades así conformadas, son propicias a dejarse convencer por ideologías que, supuestamente, “racionalizan” esas concepciones.

Se trata de carencias de maduración de la personalidad en su sentido de equilibrio racional y de captación realista de las condicionantes de diversos aspectos de la vida individual o colectiva; cuya superación comienza necesariamente por el aforismo socrático de conocerse a sí mismo, de percibir y captar las propias insuficiencias, y de proponerse seriamente superarlas, en un esfuerzo sostenido para percibir la realidad tal como ella es, adecuarse a las limitaciones personales propias, aprender a desarrollarse respetándolas, adquiriendo una personalidad solidamente establecida, como primer requisito de auto-realización individual, fundada en el propio esfuerzo.

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Trastorno antisocial de la personalidad.

El trastorno antisocial de la personalidad es, lamentablemente, uno de los que se hacen crecientemente ostensibles en la sociedad; fenómeno indudablemente asociado a las importantes falencias en los procesos de educación dirigidos a la internalización de los fundamentos y valores estructurales inherentes, no solamente a la convivencia normal, sino también a la propia realización personal.

La psicopatología antisocial es una psicosis caracterizada por la perversión de los principios básicos de la socialización, de los valores morales y jurídicos primarios que deben regir la convivencia en los distintos ámbitos de la vida en sociedad; y en consecuencia por la ausencia, el no funcionamiento, de los factores mentales y culturales inhibitorios de las conductas lesivas, que son ejecutadas con total prescindencia de su valoración moral, ética o jurídica. Por tales características, en los estudios iniciales de la conducta, especialmente desde el punto de vista de la responsabilidad penal, ha sido descripta como locura moral.

Uno de los componentes principales que se señalan como característicos de la personalidad antisocial consiste en la ausencia de respuesta inhibitoria, la carencia de sentimiento de temor, la indiferencia emocional y racional frente a la realización de conductas que implican un factor de riesgo o de peligro incluso para sí mismo, o consecuencias punitivas; que normalmente motivarían una actitud de prudencia, de análisis de coeficiente de riesgo/beneficio, o simplemente excluirían su realización. Ese mismo factor es fuertemente determinante de la no efectividad de las medidas punitivas, no solamente como disuasivos sino también como correctivos; dado el carácter fuertemente estructural de la ausencia de respuestas inhibitorias.

Apreciado en relación directa con los efectos de la propia conducta respecto de las otras personas, el comportamiento de la personalidad antisocial aparece exclusivamente motivado y atento a las percepciones de propia gratificación primaria e inmediata; siendo ese elemento de inmediatez en el resultado un componente predominante, por lo cual otro rasgo inherente a la personalidad antisocial es la importante falta de motivación para enfrentar actividades que requieran una dedicación sostenida en el tiempo, y tengan ubicado en un futuro el incentivo gratificatorio o beneficioso.

Las características indicadas, determinan que exista una posibilidad bastante importante de detectar en forma temprana los rasgos que indican la tendencia a desarrollar el trastorno de la personalidad antisocial; y en consecuencia, puedan adoptarse las medidas terapéuticas consiguientes..

Los primeros estudios de finalidad científica respecto a la conducta antisocial — especialmente en el área de la criminología — expusieron la teoría de que era posible detectar las inclinaciones al delito (“spinta criminosa”) a partir de rasgos de índole anatómica (Lombroso) como la forma braquicéfala o dolicocéfala del cráneo.

No obstante la demostrada falta de sustento científico de esa idea — lo que implica que no hay fundamento para invocar un origen genético del trastorno antisocial de la personalidad — lo cierto es que existen fundamentos para concluir que, en la enorme mayoría de los casos, el desarrollo del trastorno de personalidad antisocial es resultante de situaciones y procesos que inciden sobre el sujeto a partir de los comienzos de su formación y desarrollo mental e intelectual. Como consecuencia, es posible considerar que existen medios fundados e idóneos para percibir en forma temprana una tendencia marcada a la inadaptación de la personalidad para la integración en la vida social en condiciones de normalidad; y evitar o disminuir de manera importante la posibilidad de que ella evolucione hasta las etapas irreversibles, en que el trastorno implique la existencia de un estado peligroso, proclive a la violencia o hasta al delito.

Este trastorno se manifiesta frecuentemente con la aparición en la niñez de comportamientos antisociales que, si no son superados por el proceso de aprendizaje, educación orientada a la integración en la sociedad y respeto de sus valores, y maduración de la personalidad, se instalan y acentúan en la pubertad, preadolescencia, adolescencia y después de la adolescencia, así como en la etapa de adulto joven; y aunque en algunos casos parecen atenuarse a partir de la edad aproximada de los 40 años, en realidad permanecen en estado más o menos larvado y prontos a eclosionar ante un factor desencadenante.

Uno de los factores tempranos más ostensibles como potencialmente conducentes a un trastorno de la personalidad antisocial, suele consistir en la carencia, en la niñez, de un encuadramiento familiar sólido y equilibrado, en que se encuentren claramente definidos los roles de los progenitores y se desarrollen en condiciones de normalidad las relaciones y los afectos interfamiliares. Es éste un factor actualmente muy crítico, en la medida en que — en forma absolutamente independiente de las condiciones económicas de las personas — ese requisito no puede cumplirse si los progenitores, a su vez, están afectados en alguna medida importante, por irregularidades del comportamiento que impiden proveer ese adecuado marco familiar.

Otras condiciones que tempranamente permiten avizorar la tendencia a un trastorno antisocial de la personalidad — por su potencial consolidación — están constituidas por las conductas perceptibles desde la infancia, consistentes en las actitudes persistentemente caprichosas, la no aceptación o el no aprendizaje de los límites infranqueables de la conducta, el rechazo de acatamiento a las normas que paulatinamiente deben ser incorporadas como pautas para la vida cotidiana.

Los casos más marcados de indicadores de potencial inclinación a la psicopatía antisocial, son conductas relevantes tales como la recurrencia de la mentira, las “travesuras” reiteradas y trascendentes, las conductas agresivas, la persistencia de los “berrinches”, las manifestaciones de envidia y resentimiento comparativo respecto de otros, y especialmente la apropiación de pertenencias de otros niños y otras formas de apropiaciones indebidas. Conductas que, más allá de las etapas en que pueden considerarse “aceptables” conforme al desarrollo del proceso educativo y de “socialización” del niño, son reveladoras de insuficiente asimilación de las frustaciones y prohibiciones, deben merecer especial atención no solamente por su incidencia actual en el desarrollo; sino en cuanto por su no cancelación, son claros indicadores de una tendencia a desarrollar un trastorno antisocial de la personalidad.

Indudablemente, la aparición de comportamientos irregulares en las etapas posteriores a la formación primaria de la personalidad, tales como el desinterés por el estudio, la selección de compañías y amistades cuestionables, el establecimiento prematuro e irresponsable de relaciones sexuales, la utilización sistemática de sustancias que generan dependencia (tabaco, alcohol), la idealización de artículos (ropa de marca, aparatos diversos) especialmente como simbólicos de status, el desarrollo de actividades peligrosas para sí mismo (altas velocidades en vehículos); son todos indicadores que progresivamente van, desde marcar una inclinación al desarrollo de una personalidad antisocial, hasta denotar su instalación probablemente definitiva.

Los criterios que el Manual DSM-IV menciona como factores claramente conducentes al diagnóstico de la existencia de un trastorno antisocial de la personalidad son:

  • Ausencia de adaptación al cumplimiento de las normas de comportamiento legal.

  • Desprecio de los deseos, derechos y sentimientos de los demás.

  • Desinterés por planificar el futuro.

  • Comportamiento irritable con secuencia de agresividad física.

  • Despreocupación por la seguridad propia y de otros.

  • Demostración continua de extremada irresponsabilidad.

  • Muy bajo o ausente remordimiento por consecuencias perjudiciales de sus actos.

  • Historial de algunas conductas que constituyan síntomas del trastorno antes de los 15 años de edad.


Al igual que ocurre con la mayor parte de los trastornos de la personalidad, el trastorno antisocial — que, por su naturaleza y efectos, es el más peligroso desde el punto de vista de la convivencia social — no se presenta como un componente único de la psicopatía; sino que lo más frecuente es que opere en forma acumulativa con otros trastornos, con los que comparte en buena medida los principales síntomas; entre los cuales los más frecuentes son:

  • Narcisista — búsqueda de admiración; hipocresía y deseo de provocar envidia en los demás.

  • Histriónico — conductas impulsivas, la superficialidad de los intereses temáticos, permanente búsqueda de sensaciones, imprudencia, intentos de manipulación de las personas. .

  • Períodos depresivos, bipolaridad (pasaje súbito, frecuente e inmotivado de estados eufóricos a estados depresivos), ansiedad recurrente, somatizaciones (reacciones aparentemente corporales sin fundamento fisiológico y de origen psíquico); en general, dificultades para el control de los impulsos, "mala bebida" (embriaguez agresiva), inclinación o franca dependencia a las adicciones.

Los avances producto de la investigación científica en la neurologóa, permiten disponer de importantes conocimientos en cuanto a los rasgos anatómicos y fisiológicos del cuerpo cerebral, que aparecen vinculados a la existencia del trastorno antisocial de la personalidad.

En este orden del estudio de los comportamientos atribuibles a la psicopatología antisocial de la personalidad, se distinguen los comportamientos agresivos en

  • conductas reactivas — son las determinadas por la existencia en el sujeto de un sentimiento de temor y de necesidad subjetiva de defenderse de agentes que se le aparecen como potencialmente peligrosos

  • conductas operativas — son las determinadas por una elaboración racionalizada dirigida a eliminar lo que el sujeto considera un elemento indeseable o a obtener uno que considera perentoriamente indispensable; que planifica y llega a ejecutar la conducta agresiva de manera calculada y en lo posible asegurándose de obtener el resultado y de eludir la responsabilidad por ello.

Ha sido posible detectar que las zonas encefálicas que intervienen en la génesis de los impulsos agresivos, se encuentran radicadas en el hipotálamo, el tálamo, el hipocampo, el mesencéfalo y en el núcleo amigdalino; que constituyen estructuras genéticamente antiguas del encéfalo. Asimismo, los factores inhibitorios o desinhibitorios de los impulsos agresivos, se encuentran radicados en estructuras más modernas o superiores del sistema nervioso central. Lo cual sugiere que los factores reguladores del comportamiento están ligados a los elementos adquiridos por el aprendizaje y el desarrollo racional; en tanto que los factores desencadenantes de los impulsos agresivos tienen un fuerte predominio de los puros instintos.

Se hace referencia, en consecuencia, a la existencia en el encéfalo de un “Sistema de activación comportamental” que opera en interacción con un “Sistema de inhibición comportamental” determinando respuestas frente a estímulos placenteros o frustrativos; por lo cual las psicopatías agresivas serían concomitantes a un exceso de atención del primero, y un déficit de atención del segundo. De manera que una medición del estado de “tensión” de esos sistemas, permitiría detectar los rasgos de los trastornos de la personalidad que determinan las actitudes comportamentales que se reflejan en ellos. Y, consiguientemente, la disponibilidad de fármacos con efectos sobre tales “tensiones” permitiría ejercer acciones terapéuticas sobre las tendencias a conductas antisociales.

Asimismo, la disponibilidad reciente de equipos de exploración no invasiva — tales como la Resonancia Magnética Nuclear y la Tomografía por Emisión de Positones — ha permitido conducir investigaciones sobre las relaciones entre la anatomía cerebral y la presencia en el comportamiento de los criterios diagnósticos del trastorno antisocial de la personalidad.

De todos modos, aunque no puede sostenerse que existen medios científicos infalibles para determinar preventivamente la existencia del trastorno antisocial de la personalidad a partir de factores genéticos o anatómicos objetivos, existen sí elementos más que suficientes como para, en los casos individuales en que se acumulan factores tales como antecedentes de comportamientos violentos, carencia de integración familiar razonablemente normal, ausencia de hábitos de vida ordenados y dedicados a una actividad de adecuada inserción social, inclinación a vicios, etc., sea posible determinar que esas personas se encuentran en un estado peligroso que justifica que, previas las formalidades jurídicas adecuadas para garantizar la indemnidad de su libertad y el respeto a sus derechos, sean sometidas a regímenes diversos de tratamiento, o de vigilancia y control de sus actividades, que impidan que esa situación culmine en la comisión de delitos u otras circunstancias graves. Lo cual es especialmente aplicable a quienes hayan tenido, sobre todo en la adolescencia y preadolescencia, conductas delictivas y hábitos que predeterminan que exista una posibilidad muy importante de que incurran en comportamientos antisociales de efectos irreversibles.

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Higiene de la personalidad.

El estudio — aún somero — de los trastornos de la personalidad, es de interés en el nivel de la educación secundaria por un doble fundamento:

  • Si bien la personalidad se conforma por factores propios de cada individuo y por influencias que lo afectan desde la edad más temprana, es en la preadolescencia y adolescencia que los rasgos definitorios de su orientación tienen a definirse y consolidarse en condiciones de manera permanente; por lo que resulta valioso en ese período de la vida y de la formación educativa, disponer de un conocimiento correcto y bien fundado de los factores que pueden estar operando subjetivamente en cada situación individual — tanto respecto de la vida interior como de la vida de relación — de modo que permita reconocerlos, evaluarlos y, en su caso, procurar introducir una modificación voluntaria, deliberada y racional a su respecto.

  • Los trastornos de la personalidad, como estados psicopatológicos, se instalan cuando los factores determinantes se convierten en estructurales y permanentes. Pero tales rasgos de comportamiento son componentes de la personalidad normal dentro de ciertos márgenes — especialmente de justificación, intensidad y frecuencia — como determinantes de variaciones ocasionales y de duración limitada, del estado de ánimo y del comportamiento; así como también ocurre que quienes padecen psicopatías de trastorno de la personalidad no solamente tienen etapas de agudización de su manifestación, sino que frecuentemente esos trastornos se relacionan con alguna temática específica o con alguna circunstancia particular de la vida de relación. De esta manera hay, en la vida corriente de relación, frecuente ocasión de trato con quienes albergan rasgos de personalidad trastornada; pero sin que ello pueda advertirse, al menos durante cierto tiempo. Y también ocurre que no todos los trastornos de personalidad determinan que quienes los padecen tengan importante inclinación a generar situaciones peligrosas o inconvenientes en la convivencia social; ya que algunos (tipicamente el narcisismo, el histrionismo o el de evitación), se mantienen por lo general dentro de los límites de las conductas excéntricas, aunque otros (como el borderline, bipolaridad, u obsesivo) suelen conducir a comportamientos propios de las "personas difíciles" que suscitan situaciones de relación eventualmente muy enojosas.

Tanto en el trastorno paranoide como el trastorno antisocial de la personalidad — que son a la vez los más corrientes y los más trascendentes por sus efectos, tanto a nivel individual como social — es frecuente que no resulten fácil ni directamente ostensibles en el relacionamiento social corriente, e incluso relativamente próximo como los que tienen lugar en ambientes educacionales, laborales, o similares; y asimismo las personas que los padecen pueden tener buenos niveles de comportamiento normal en tanto no se vea comprometido el factor frente al cual reaccionan de manera paranoide o antisocial.

También ocurre que los rasgos que conducen a comportamientos reveladores de la tendencia o la existencia de este tipo de psicopatías, suelen no despertar en los grupos sociales una valoración negativa sino, al contrario, son valorados como altamente positivos, en el sentido de que son tomados como evidencia de un “compromiso” con “causas” que se presentan como valiosas, sobre todo desde el punto de vista ético, político o social; lo que lleva a no evaluar como patológicos los componentes de inclinación utópica, fundamentalista, querulante o de inadaptación a los sistemas institucionales de jerarquía, de ordenamiento social, o de análisis y decisión, especialmente en relación a un difuso y subjetivo concepto de justicia que generalmente invocan.

Aprender a reconocer en las demás personas los rasgos de comportamiento que denuncian tendencias al trastorno de la personalidad, es un medio sumamente valioso para regular el relacionamiento y el propio comportamiento social. También es importante mantenerse atento al desarrollo en la propia personalidad de conductas irregulares, como un medio de procurarse por sí mismo los correctivos que eviten las consecuencias del trastorno instalado, que si son peligrosas para las otras personas, resultan mucho más graves para quien lo padezca.


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